La extraña idea de re-inaugurar una biblioteca (armenia)
¿Alguien podría recordar cuándo se inauguró por última vez una biblioteca en nuestra comunidad? Digo, una biblioteca llena de libros en armenio…
Seguramente cada institución, sobre todo si se trata de una escuela, tenga la suya. Pero inaugurar una biblioteca en una comunidad donde es más común habilitar otro tipo de obras, monumentos, etc., es digno de mención, algunas palabras de reflexión, algunas líneas que con suerte podrán formar parte de miles de millones de otras que se encuentran en los textos entre libros, revistas y archivos en la Biblioteca Daghlian que se reinauguró el jueves 13 de octubre pasado en el tercer piso de la Sede Eduardo Seferian de la Asociación Cultural Armenia.
De George Daghlian y su familia, benefactores de la biblioteca, o del aporte del Ing. Jorge Vartparonian en nombre de las familias Seferian-Vartparonian para las refacciones que se hicieron en el espacio por supuesto se habló ese día. Son muchas las áreas comunitarias que contaron y siguen contando con sus donaciones, pero que hayan contribuido a una biblioteca merece mención aparte como primera reflexión. De hecho, quizá fuera por casualidad que allá por 1981, para quienes fueron testigos de ese momento, la Biblioteca Daghlian haya sido el primer espacio que se abría al público en un edificio aun en obras; no deja de simbolizar el compromiso de una misión de honrar el libro armenio, la educación armenia, aquellos factores que fueron los primeros elementos del despertar nacional, el Zartonk, del siglo XIX y las primeras preocupaciones de los sobrevivientes del Genocidio que organizaron las comunidades de la Diáspora sobre la base de un sistema educativo.
La Dra. Elsa Terzian de Berberian y su esposo Carlos Berberian, donaron a la biblioteca un valioso libro legado por una familiar, una de las primeras docentes de la comunidad. Lo hicieron como homenaje a su memoria y a la de tantos sacrificados maestros desconocidos.
Fue uno de los momentos más emocionantes del acto; porque seguramente su nombre merezca su lugar de honor junto a la plaqueta en la biblioteca donde se recuerda al gran maestro de las clases de idioma armenio de los sábados de Hamazkaín, Yervant Abadjian, quien no sólo allí encuentra su lugar de paz eterna, sino que tal vez también se sienta muy feliz en compañía de las obras de Daniel Varuyán, Siamanto, Raffi, Charentz…
En realidad, no pudo haber mejor reflexión en ocasión de la inauguración de la Biblioteca Daghlian que las palabras de monseñor Kissag Mouradian. En, probablemente, uno de sus discursos más breves y profundos, el Arzobispo dijo que las bibliotecas pueden ser tanto cementerios como lugares de atesoramiento de libros y auguró que en el caso de la Biblioteca Daghlian sea el segundo, una mayradún, o “casa madre”, como conceptualizó. Sus palabras no dejan de ser un desafío para apreciar la Biblioteca Daghlian como el brillo de un tesoro, como una luz que permanece encendida porque hay lectores que le dan vida a los libros a la vez que ellos viven esta maravillosa aventura que es la lectura.
No es un desafío menor para la nueva generación en una comunidad donde, como contaba un amigo, los libros armenios se encuentran en la calle porque ocupan mucho lugar en una casa donde ya nadie los lee, o, probablemente, casi nadie lee, y los salva él con su hijo porque no puede quedar indiferente cuando ve una pila de hojas repletas de letras de un idioma en peligro de desaparición tirada en la vereda.
Me hizo recordar una historia real de los años ‘70, transformada en cuento de Boghós Kupelian, cuando una familia armenia del Líbano toma la decisión de emigrar a Canadá y deja atrás su biblioteca porque es sería costoso llevar los libros que, además, no necesitan porque es preciso aprender inglés en el nuevo país; pero insiste en pagar el doble para llevar al perro, “un miembro de la familia” como le explican al autor, dueño de la agencia de viaje donde hacen los trámites. No debe ser la única historia triste de libros armenios abandonados por la falta de necesidad de sus dueños de… seguir siendo armenios.
Pero por suerte también existieron dignos guardianes del legado de Mesrob Mashdotz y Sahag Bartev como fue el Catolicós Karekín I que concluyó su discurso de inauguración de una de las ferias anuales del Catolicosado de la Gran Casa de Cilicia en Antilias, Líbano, con una frase poderosa que pronunció ofreciendo en su mano un libro al público presente: “Ar, gartá” –“Toma, léelo”.
Una de las hipótesis más interesantes acerca de la preservación de cualquier comunidad armenia de la Diáspora la formuló el padre Levón Zekian en una de sus primeras visitas a Buenos Aires en los años ‘80. “Las comunidades comienzan a asimilarse rápidamente”, dijo Zekian entonces, agregando: “Cuando se dejan de imprimir textos en armenio, libros o en la prensa, aún cuando escasos fueran los lectores en la comunidad”.
Por cierto, vivimos la era de Internet y probablemente nuestro mayor desafío sea digitalizar todo nuestro archivo, y me refiero a todas las instituciones de la comunidad, tanto para asegurarle esa existencia eterna en el mundo digital, como para mantener la memoria colectiva de una historia de más de un siglo y hacerla accesible a cualquiera que quiera conocerla y estudiarla. No importa si los textos de la biblioteca quedan finalmente como objetos de culto, mientras cualquier persona en alguna parte del mundo pueda acceder a su contenido.
Pero es una tarea que, esta ya cuarta generación de ciudadanos comprometidos con su origen armenio, y conscientes del valor de la diversidad cultural de una sociedad democrática, debe asumir. Para llevarla adelante debe ir a la biblioteca, pedir libros, tomarlos y por supuesto leerlos.
Dr. Khatchik Derghougassian