25 años de posmodernidad en el sur caucásico
El pueblo de Sadakhlo se ubica en el límite de las fronteras de Armenia, Georgia y Azerbaidján. Considerado en la época soviética como un “punto de amistad”, en la actualidad se asemeja más a los últimos días del Checkpoint Charlie (paso fronterizo del muro de Berlín).
De un lado, aparecen de pie, con uniformes de estilo americano y rifles M-16, soldados georgianos. Al frente, con un estilo más soviético y con AK-47, se paran los armenios. Al este, esperan militares azeríes, entrenados y equipados por su aliado Turquía.
El fuego se intercambia periódicamente entre los dos últimos. La guerra de Nagorno-Karabagh, se desarrolla desde 1991 y aún no tiene un final a la vista. Los primeros, neutrales en el conflicto, y con poca simpatía hacia ambos lados, enfrentan sus propios enclaves separatistas en Abjasia y Osetia del sur, ambos protegidos por Rusia.
En la problemática geopolítica del sur caucásico, los soldados georgianos se mantuvieron al lado de las tropas estadounidenses de Afganistán y anteriormente de Irak, donde llegaron a ser por algún tiempo el segundo contingente más grande.
En Sadakhlo, las ironías de la posmodernidad están a la vista. ¿Cómo se llegó a todo este enredo?
Una breve historia de grandes esquemas
La modernidad fue la época en que los humanos desarrollaron una creencia optimista por mejorar progresivamente el mundo. La posmodernidad marca el tiempo más reciente cuando el optimismo histórico se convirtió en una desilusión generalizada. Las épocas cambiaron no solo debido a las modas artísticas o a la psicología colectiva. Fue más bien la burocracia mecanicista, que había monopolizado la búsqueda de la racionalidad y la voluntad colectiva.
Las devastadoras acusaciones de hipocresía vinieron de la nueva izquierda, cuyas diversas corrientes defendían los mismos ideales progresistas de la modernidad, solo que “con un rostro humano”. El deseo de cuestionar la autoridad comenzó en las protestas juveniles de 1969 y continuó hasta las revueltas del movimiento Occupy y la Primavera Árabe de 2011. Su apogeo lo tuvo entre 1989 y 1991 con la ola de protestas que envolvió a los regímenes comunistas desde Alemania Oriental hasta Beijing.
Estas rápidas revoluciones terminaron principalmente en una vergüenza olvidadiza. Sus consecuencias nos dejaron en medio de la apatía, la búsqueda irracional de autenticidad en el nacionalismo y la religión fundamentalista o la búsqueda de la autorrealización en las fantasías libertarias de la escritora Ayn Rand.
En gran parte, esto se debe a que las teorías clásicas de la revolución moderna, ya sean marxistas o del liberalismo de Tocqueville, no ofrecían ninguna explicación o plan plausible. El pensamiento social clásico se volvió irrelevante en esta nueva época del capitalismo burocrático sin alternativas. La teoría central de Marx seguirá siendo relevante mientras exista el capitalismo. Además, Max Weber, el intelectual pionero de la burocracia, la jerarquía y los grupos de estatus, ofrece un buen punto de partida para una comprensión más sobria de la posmodernidad.
El cuestionamiento de la autoridad en 1968 y 1989 marcó la transición a una nueva clase de revolución que podría llamarse con razón “weberiana”, con los esfuerzos de los ciudadanos para superar la “jaula de hierro de la burocracia”. Sus primeros fracasos deben volver a analizarse, en vista de una política de movimiento que sea capaz de enfrentar las burocracias reinantes con algo más transformador que solo lo simbólico.
Esta cuestión teórica parece ser la cuestión práctica más existente en la agenda mundial. ¿Qué alternativas se podrían organizar si las viejas estructuras de dominación colapsaran en un caos repentino como lo ocurrido en el bloque soviético? El capitalismo pierde su dinamismo en sus sucesivas crisis de creación propia. Las primeras reacciones populares son típicamente defensivas. Ante la caída de las economías y los servicios sociales, la degradación ambiental, la migración y las guerras, las personas intentan preservar lo que tienen y aprecian. Las reacciones particularistas, que enfatizan los lazos de parentesco, la etnicidad o la fe, pueden crecer, pero no pueden abordar con eficacia los desafíos globales.
Las alternativas más alentadoras y universales deben surgir si se quieren preservar los logros de la modernidad. Es precisamente en este mapa, donde se analiza mejor la problemática en el Cáucaso y su pasado soviético.
La modernidad existente
El enfrentamiento en Sadakhlo tal vez tiene sus raíces en la década de 1980, con el intento de Mikhail Gorbachov (foto) de “rejuvenecer la democracia socialista”. La Unión Soviética fue creada por un pequeño grupo de radicales internacionalistas.
Entre ellos había muchos judíos, rusos, letones, tártaros, armenios y varios georgianos, incluido Stalin. Con la esperanza de cambiar el mundo, los bolcheviques reconquistaron los antiguos territorios del imperio ruso, creando una superportencia.
Sin embargo, la fuerza militar por sí sola no puede explicar su éxito previamente improbable. Los bolcheviques tenían una creencia muy modernista en el desarrollo industrial, como solución a los problemas sociales y étnicos. Stephen Hanson observó irónicamente que estos se convirtieron en lo que el propio Weber no podía imaginar: una burocracia carismática.
Una vez que el carisma leninista se desgastaba en el mundo, lo que quedó fue una potencia burocrática. ¿Dónde podría gobernar luego? Después de la muerte de Stalin en 1953, hubo una oleada de reformadores oligárquicos soviéticos, comenzando con el implacable pragmático Lavrenty Beria (también georgiano), quien buscó el apaciguamiento de la relación con occidente y la reintegración económica con el capitalismo mundial. Similar a la salida china del comunismo personificada por otro pragmático como Deng Xiaoping. La diferencia radica, sin embargo, que después de la Guerra Fría, Estados Unidos ayudó a modernizar a China contra la URSS, mientras temía que la alianza paneuropea de Francia y Alemania con el bloque soviético, pudiera socavar la hegemonía norteamericana.
Los soviéticos eran prisioneros de su orgullo de superpotencia, investidos en un complejo industrial militar y en el complejo panorama del este europeo. Esto es lo que Gorbachov se dispuso a deshacer, sacrificando primero los misiles balísticos y luego los engorrosos estados de satélites.
Internamente, Gorbachov necesitaba urgentemente reemplazar a los incondicionales del viejo partido con seguidores más jóvenes y enérgicos. Disfrazada de democratización y debate público, la campaña doméstica de su gobierno de hecho revivió la vieja práctica estalinista de purgas contra los "malos" funcionarios.
La estructura del partido se sintió desorientada a la vez porque no podía resistir al secretario general en las instituciones soviéticas aún bastante totalitarias. Sin embargo, este líder exageró su mano en el intento de consolidar el poder personal, atrayendo las denuncias populares contra “todos los males”.
Inconscientemente, los armenios fueron los primeros en exponer las fragilidades internas. Culpando de todo a Stalin, un grupo de intelectuales armenios solicitó a Moscú el traslado a la Armenia soviética de la pequeña provincia fronteriza de Karabagh, la cual, aunque era predominantemente armenia, había sido colocada bajo el dominio de la Azerbaidján socialista en 1921. Esto, según argumentaban, sería una pequeña compensación a las pérdidas no redimidas de la nación armenia sufridas en el Genocidio de 1915.
Yendo en contra de las tareas de una superpotencia que cambia su curso, la primera reacción de Moscú fue encogerse de hombros. El problema se fue intensificando rápidamente, a partir de las peticiones armenias y los contrapedidos azeríes por los pogromos en ciudades azerbaijanas en 1988 y el surgimiento de grupos guerrilleros armenios. Dos repúblicas soviéticas ahora estaban en guerra entre sí. En este contexto, los líderes comunistas de ambos lados fueron acusados de inoperancia, falta de patriotismo y corrupción. La guerra condujo a revoluciones.
Gorbachov se enfrentó a la opción de recurrir a la represión estalinista, lo que habría arruinado sus tácticas con el extranjero, o podría haber tratado de redirigir dinero a la crisis, que tampoco abundaba. La perestroika fue, en primer lugar, provocada por una crisis presupuestaria en medio de la desaceleración de las industrias soviéticas con exceso de inversión y el repentino déficit en los ingresos de exportación debido a la caída de los precios mundiales del petróleo.
Una vez rotos los tabúes del conflicto de Karabagh, el nacionalismo radical y la violencia ingresaron al repertorio político. En Tiflis, en abril de 1989, a los paracaidistas soviéticos recientemente retirados de Afganistán se les ordenó dispersar la vigilia nacionalista de 24 horas de protestas por la difícil situación de sus compatriotas georgianos bajo el gobierno de la minoría en Abjasia, otra etnia en la compleja situación soviética.
El resultado fueron lesiones masivas y veinte muertes, la mayoría de ellas mujeres. Rápidamente, Gorbachov negó el conocimiento previo de tales órdenes, y de la noche a la mañana, una indignada Georgia se volvió ingobernable. Permaneció así durante casi dos décadas mientras perdía territorio, población y dos tercios de su economía, la pérdida más grande entre los países postsoviéticos.
La URSS había colapsado antes de 1991, en medio de las movilizaciones populares por su democratización, que luego giraron hacia el nacionalismo y la violencia en los tres países del sur caucásico. ¿Por qué el colapso fue tan repentino y duradero? Las simples referencias a la diversidad étnica y los legados históricos son equivocadas.
Es cierto que el Cáucaso es una tierra de maravillas lingüísticas y antropológicas. Flanqueado por grandes imperios, siempre se mantuvo como una roca inflexible. La diversidad por sí sola, no es una cuestión fatal. En otras partes de Europa del este, entre Polonia, Lituania o la legendaria Transilvania, el legado étnico no se reavivó durante el colapso soviético. Sus pueblos hicieron una transición pacífica para convertirse en ciudadanos de la Unión Europea. Esto, de hecho, podía ser una pista.
Desde la periferia al centro de atención (y viceversa)
Pese a que se lo anuncia como un puente entre este y oeste, norte y sur, el Cáucaso es relativamente pequeño, remoto y, a excepción de los oleoductos y gasoductos, es en general periférico para la economía mundial. Lo mismo era para los planificadores soviéticos, cuyos principales activos industriales (excepto los yacimientos petrolíferos de Bakú), se encontraban entre el Donbass y los Urales. Pese a esto, en la URSS, un país grande y en su mayoría frío, esta zona tenía una ventaja crucial: su clima subtropical.
Cuando el gobierno central no podía distraerse con cosas tan insignificantes como abastecer a las poblaciones hambrientas de las ciudades industriales del norte con fruta fresca y vino, la gente emprendedora del Cáucaso llenó el mercado. Las ganancias, aunque distribuidas de forma muy desigual, llevaron una fabulosa riqueza a la región. Esto alimentó jerarquías enteras de corrupción. Los comerciantes ilegales y los criminales puros establecieron cómodos monopolios en mercados no autorizados. Moscú, por supuesto, era consciente de esta corrupción, pero consideraba el Cáucaso algo así como su Sicilia: una tierra de vino, buena comida, canciones y mafia.
En sus heroicos años anteriores, se esperaba que los comisarios bolcheviques fueran más que gerentes, se les exigía que hagan milagros. La fuerza de voluntad, sin embargo, funciona mejor cuando se encuentra los medios a cualquier precio, cuestión siempre presente de manera informal en la jerarquía soviética. Durante los años extraordinarios de la industrialización estalinista, la segunda guerra mundial y la recuperación de la posguerra, los comisarios fueron más que una burocracia racional weberiana.
En los largos años del declive soviético, sus sucesores se convirtieron en mucho menos que una burocracia racional. El espacio ordenado por acuerdos informales se llenó de corrupción. En el Cáucaso este proceso de desmoralización fue aún más profundo. Cuando Gorbachov sacudió la totalidad del sistema soviético las elites de este estado se sintieron aturdidas y asustadas. Cuando las revueltas populares surgieron perdieron el valor y huyeron. La resistencia fue mínima.
Después de 1991, el poder en el sur caucásico cayó primero en manos de las inteligencias nacionalistas, que se destacaron en la oratoria radical de las manifestaciones. Por lo general, duraron un año o menos. Solo en Armenia, donde se subieron a la ola del patriotismo victorioso de Karabagh, tuvieron tiempo de aprender los desagradables trucos de la política postsoviética. Un ejemplo son las supuestas hazañas de Vano Siradeghyan, escritor infantil convertido en el temido jefe de seguridad, que incluye 30 asesinatos políticos y monopolios en varias importaciones de alimentos. Es más, a pesar de estar desde el 2000 con una orden de arresto de interpol, se mantiene todavía en libertad.
Sin embargo, después de 1998, los elementos de la inteligencia de Ereván fueron expulsados por otros más burdos, aunque más prácticos, surgidos durante la guerra de Karabaj. Esta disputa esencialmente creó el nuevo estado armenio, y sus comandantes fueron usados para ordenar hombres y administrar suministros por cualquier medio. Ahora se apoderaron del estado y vieron las posiciones comerciales como un botín legítimo. Estos veteranos guerrilleros gradualmente desplazaron a todos los rivales económicos y políticos.
En el lado azerí, la derrota creó una agitación aguda magistralmente explotada por el ex general de la KGB y ex miembro del Politburó soviético Heydar Aliev. Como una señal de su regreso, las cosas se calmaron, aunque no después de una serie de extraños sucesos y asesinatos aún sin resolver. El petróleo de Bakú ahora fluye a los mercados mundiales. Superando a Dubai, Baku consiguió que su Centro Heydar Aliev fuera diseñado nada menos que por Zaha Hadid.
Sorprendentemente, incluso los hechos básicos de la biografía de Heydar Aliev, como la fecha y el lugar de nacimiento y muerte, son fuertemente discutidos. ¿Murió antes o después de la sucesión de su hijo Ilham a la presidencia? Un intelectual azerí expuso: "No crean que somos una sola nación con los turcos. Ellos son una nación de estado y nosotros una familiar". Aunque la declaración puede ser traicionada por la desesperación del exilio, Azerbaidján se parece cada vez más a una "presidencia vitalicia" de Oriente Medio.
Georgia, mientras tanto, es un caso excéntrico. Su política luego de la caída del bloque entra en un extraño ciclo en el que cada líder nuevo es recibido primero como salvador y luego es maldecido como un sinvergüenza. Así fue el ascenso y la caída del mítico fundamentalista nacionalista Zviad Gamsakhurdia entre 1989 y 1992, del gran jefe de la era soviética Eduard Shevardnadze en 1992-2003 y del reformador Mikhail Saakashvili que siguió jugando más tarde en la revolución ucraniana como gobernador de Odessa.
De hecho un balance del mandato de este último es difícil de juzgar objetivamente, ya que fue despreciado incluso más de lo que fue adulado. ¿Qué pensar del presidente que acogió con entusiasmo a Donald Trump y cambió el nombre de la ruta al aeropuerto de Tiflis a ‘Avenida George W. Bush’? En realidad la mayoría de los grandiosos proyectos de inversión de Saakashvili siguen siendo un espejismo, de hecho apenas sobrevivió a la guerra de 2008 en la separatista Osetia del Sur.
Pese a todo, Saakashvili y sus seguidores occidentalizados restauraron el poder estatal georgiano, principalmente encarnado en aquellos soldados con uniforme norteamericano frente a la frontera. Sin embargo, sus métodos de "policía dura" para combatir el crimen y la corrupción supuestamente rozaban la pornografía sádica. Su derrota masiva en las elecciones de octubre de 2012 le causó una sorpresa y lo envió al exilio.
El nuevo salvador de Georgia era una figura poco probable: el sombrío multimillonario Bidzina Ivanishvili, que había conseguido una fortuna en la Rusia mafiosa de los ’90 y que, según se dice, era dos veces más grande que el presupuesto estatal georgiano. Después de un breve período como primer ministro de la espléndida coalición Georgian Dream, Ivanishvili dejó meros personajes en su lugar y una vez más se recluyó en el vistoso palacio posmoderno que dominaba el paisaje urbano de Tblisi. Queda por ver qué pasará en esta nación luego de las elecciones de octubre. El grupo de Saakashvili aún sobrevive y alimenta alguna esperanza, pero sin la grandeza y la energía que supo tener.
Las perspectivas inmediatas de Armenia y Azerbaidján parecen ser más preocupantes. La caída de los precios del petróleo puso de manifiesto la extralimitación de Bakú para convertirse en una nueva Dubai. Los regímenes sultanistas creados por la familia Aliev tienden a volverse muy frágiles cuando se enfrentan a dificultades económicas y la pérdida de prestigio. La oposición al gobierno también parecen familiares: la intelectualidad liberal en la capital, la oposición islamista cada vez más grande en los barrios más pobres, y los oligarcas agraviados que se salieron del círculo del palacio. En este contexto, los ricos azeríes de Rusia también podrían empezar a ser una amenaza.
Probablemente en esta situación política, el mandatario azerí haya intentado redimir su prestigio en una avanzada rápida contra las fuerzas armenias en Karabagh. Luego de cuatro días de feroces combates, sus fuerzas lograron avanzar unos pocos cientos de metros, cosa que terminaron llamando como una victoria.
Por su parte, aunque los militares armenios se mantuvieron firmes en el terreno, este choque envió a la sociedad armenia a un profundo examen de su propia conciencia. La victoria de Karabagh sigue siendo el único logro legitimador de la Armenia independiente, que ayudó a rescatar el largo trauma del Genocidio. Sin embargo, el lujoso estilo de vida de la oligarquía gobernante fue imposible de conciliar con el pequeño país empobrecido. Por un lado, la población armenia creció políticamente valiente después de todas las luchas y dificultades que han experimentado desde 1988. Pero por el otro, los veteranos de Karabagh se arrinconaron en el poder monopolizando el estado con pocos lavados de cara.
La ausencia de una oposición creíble canaliza las emociones populares en internet, lo que puede mejorar su perspectiva, pero difícilmente logrará la coordinación necesaria para la lucha política. Las tensiones llegaron a un punto crítico en julio cuando un grupo de veteranos de la guerra, o más bien una secta carismática de voluntarios de la primera oleada que quedaron sin un puesto después del conflicto, atacaron una guarnición de la policía en Ereván y declararon el comienzo de una insurrección nacional. Su plan mal concebido no podía no fallar. Aunque el presidente Serge Sarkissian mostró moderación, el motín acompañado de espontáneos enfrentamientos callejeros entre la policía y algunos manifestantes sacudió gravemente tanto a la sociedad armenia como a sus instituciones estatales.
Las cosas no tienen que terminar mal necesariamente en el Cáucaso. Superar la penumbra debe ser una tarea inmediata precisamente por los temores que no son infundados.
Georgia podría dejar atrás sus vaivenes políticos y desarrollar una rotación democrática ordenada, con una elite política más responsable. Los gobernantes azeríes, desconcertados por la lucha interna en Turquía y la osadía de Rusia, podrían en cambio tratar de volver a legitimarse como negociadores prudentes a nivel interno y externo. Armenia, enfrentada a un impasse debilitante en todos los frentes podría recurrir a la búsqueda del crecimiento económico. La rara combinación de la población educada, trabajadora, pero empobrecida, con sus conexiones globales con la diáspora, pide encarecidamente un desarrollo estatal similar al iniciado en otros países empobrecidos del este asiático.
Todas estas son solo modestas esperanzas para evitar nuevos desastres y gestionar mejor las variedades periféricas del capitalismo en el Cáucaso. Cualquier cosa aún más audaz tendría que involucrar el fin de la posmodernidad.
Pero la política de minimizar el dolor de las personas fomenta actualmente las condiciones para una salida más exitosa del posmodernismo global, donde sea que termine.