Ofensiva militar de Turquía en Siria: El juego de las (mínimas) diferencias
“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”, sentencia Karl Marx en el comienzo mismo de “El 18 de brumario de Luis Bonaparte”, obra publicada en 1852.
Más de un siglo y medio después, las palabras del filósofo y sociólogo alemán, un pensador clave para comprender la segunda mitad del siglo XIX y la centuria posterior, nuevamente cobran vida, pero esta vez ya no en la Francia post revolucionaria sino en el caldeado Medio Oriente de hoy, como resultado de un resurgimiento de los nacionalismos.
Poniendo datos concretos a la frase de Marx, la política expansionista y genocida del Imperio Otomano, que derivó a comienzos del siglo XX y en especial a partir de 1915 en el exterminio de dos tercios de la población armenia del Imperio, la usurpación de una parte muy relevante de sus territorios ancestrales y la confiscación de sus propiedades, tiene hoy su expresión en el populismo autoritario y la política racista de Recep Tayyip Erdogan, el presidente Turquía.
Es una historia que se repite una y otra vez, con matices, claro, dependiendo de los protagonistas y el momento histórico. Pero en lo medular, mantiene una matriz de comportamiento político por parte de los sucesivos gobiernos turcos, con los resultados conocidos.
El saldo siempre termina siendo muerte, destrucción, avasallamiento de los derechos de los pueblos, ninguneo de las leyes y el derecho internacional, uso desmedido de la fuerza. Estas son algunas características que definen el derrotero de una nación con un ADN marcado por el autoritarismo extremo y el expansionismo como política secular.
Mano de hierro
En materia de política exterior, desde 2014 se advierte en la estrategia de Ankara un sesgo de creciente militarización de sus movimientos, combinado con el chantaje a los potencias occidentales, al calor de crisis surgida en Siria en el marco de la Primavera Árabe. Allí, la clave fue tomar como rehenes a los desplazados y migrantes de ese país, que buscaban lugares más seguros para sus familias.
Esto delineó un complejo cuadro de situación en toda la región, que abonó el terreno para la virtual invasión y ocupación de territorio sirio, como se vio en las últimas jornadas. El argumento, como tantas veces, fue la seguridad, pero la razón de fondo es golpear al pueblo kurdo y sus agrupaciones políticas, un grupo étnico tildado de “terrorista” en Turquía y en consecuencia reprimido una y otra vez al reclamar sus derechos.
En el caso de Siria, el objetivo es establecer una zona de seguridad, pero en la práctica supone correr el límite internacional más de 30 km al interior de Siria, en el área controlada por los kurdos en ese país. Con sólo ver el mapa se advierte la cercanía de la localidad de Der Zor. Pareciera que el tiempo no pasa para alguna gente, con el fin de arrastrar a los confines a la población “indeseable”.
La política que sigue el gobierno de Erdogan con la población de origen kurdo en territorio turco exime de todo comentario. Pero ahora las acciones volvieron a cruzar la frontera, en una suerte de dejà vu de la crisis humanitaria de Kessab (2014), Aleppo (2016) y Afrin (2018), todas ciudades ubicadas en Siria, pero que durante meses soportaron el bombardeo incesante y el asedio de los misiles turcos.
El frágil cese del fuego, de apenas 120 horas, acordado con el gobierno de Estados Unidos el jueves 17, es una confirmación de que nada cambió bajo la Media Luna. El retiro de las fuerzas estadounuidenses decidido por el presidente Donald Trump y el posterior acuerdo alcanzado entre el vicepresidente de EE.UU. Mike Pence y Erdogan, fue considerado un “doble abandono” por parte de los kurdos.
Hechos consumados
El análisis histórico permite trazar interesantes paralelos en la política de Turquía respecto de las minorías, a lo largo de más de cien años. En primer lugar, el calificativo de enemigo a todo aquel que reclame por sus derechos o mayor autonomía. Por lo demás, esta posición tiene ribetes racistas, por cuanto en general los “diferentes” pertenencen a otra etnia. Fue el caso de armenios, griegos y judíos a comienzos del siglo XX, o lazes, yezidíes y kurdos desde hace algunas décadas.
Antes y ahora, el gobierno turco de turno diseña su plan y lo ejecuta con brutalidad, independientemente de los derechos que le asisten a las poblaciones en un sistema democrático o incluso autocrático como el de Erdogan. Ankara juega a la política de hechos consumados, no importa quién alce la voz.
Es lo que ocurrió sin ir más lejos la semana pasada, con gran parte de la comunidad internacional alertando sobre la gravedad de la situación en el norte de Siria, tras el ataque de las fuerzas turcas. Pero los sucesos y la parsimonia de la comunidad internacional, hace un siglo y hoy, en algún punto parecen dar la razón al accionar de Turquía.
Entre 1915 y 1923 el gobierno de Turquía asesinó a 1,5 millón de armenios. Hubo algunas voces valientes que buscaron frenar la carnicería pero, en concreto, los turcos “resolvieron” la Cuestión Armenia eliminando a los armenios y “limpiando” el territorio de todo vestigio de su cultura. Ese y no otro es el origen de la República de Turquía (1923), reconocida por la comunidad internacional.
En cuanto a los kurdos de Siria, sin la gravedad del caso armenio, reviste bastante semejanza. Durante una semana la comunidad internacional, en especial la Unión Europea pero también Estados Unidos -con un relativo doble discurso- y Rusia, reclamaron el fin de las acciones.
Lo cierto es que el alto el fuego fue posible luego del compromiso asumido por las fuerzas combatientes kurdas de retirarse a 32 km de la frontera. Exactamente lo que quería Erdogan.
En la matriz de pensamiento de los gobiernos turcos, las migraciones internas parecen ser un eje de la política interior. Lo que molesta hay que correrlo, cuanto más lejos mejor, sin reparar en los métodos utilizados, ni las consecuencias de las acciones. Otra marca en el orillo del ADN de Turquía, forjado a lo largo de los siglos.
Carlos Boyadjian
Periodista
coboyadjian@yahoo.com.ar
Dos casos emblemáticos
Con la reciente tregua, Turquía logró su objetivo primordial, que es correr al YPG (Unidades de Protección del Pueblo), que integran las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF, según la sigla en inglés) a más de 32 km de la frontera. Así, estableció, de hecho y con la anuencia de Estados Unidos, una “zona de seguridad” de 440 km de largo. Más que dotar de seguridad a nadie, esta franja es una verdadera ocupación turca de parte del territorio sirio.
Los memoriosos recordarán la Operación Atila, por la que en julio de 1974 las fuerzas armadas turcas invadieron el norte de Chipre, bajo el pretexto de algunas escaramuzas entre la población griega y turca de la isla.
Tras el arribo de los militares turcos, se estableció la Línea Verde, una zona desmilitarizada bajo control de la ONU, que dividió Chipre en una zona norte bajo influencia de Turquía y el sur grecochipriota.
Los planes originales de invasión datan de 1964 y se concretaron diez años después, cuando Turquía consideró que las condiciones eran favorables. Pese a los reclamos de Chipre, Grecia y gran parte de la comunidad internacional, las fuerzas de ocupación todavía permanecen en territorio chipriota.
No hay ninguna novedad al cabo de los años, sino más bien un trazo grueso que según el momento histórico y las circunstancias políticas, termina plasmando en el mapa los intereses de expansión. Hace más de cien años lo hicieron exterminando a la población armenia, llevándola en caravanas de la muerte hasta los desiertos de los confines del Imperio para anexar literalmente esas “tierras deshabitados”. Más tarde fue la invasión lisa y llana, y ahora la ocupación de territorio de otro país, con fronteras internacionales reconocidas por todos, pero que Erdogan, aún considera parte de Imperio Otomano o tal vez su “patio trasero”.
Otro caso testigo que demuestra la falacia de las zonas de seguridad ocurrió hace un cuarto de siglo en la ex Yugoslavia, donde el argumento de mantener a los civiles a resguardo del conflicto interétnico de comienzos de los 90, cayó como un castillo de naipes.
En 1993 el Consejo de Seguridad de la ONU estableció seis “áreas seguras” para proteger a la población. Srebrenica era una de ellas. En julio de 1995 unos 8000 hombres, mujeres, ancianos y niños musulmanes de Bosnia fueron masacrados a manos de las tropas serbo-bosnias que lideraba el general Ratko Mladic, una acción instigada también por el poder político de la región, a cargo de Radovan Karadžić.
El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia calificó los hechos de Srebrenica como un acto de genocidio y el mayor asesinato masivo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.