“Káukasos” de Ana Arzoumanian

04 de junio de 2020

Fragmento del libro Káukasos (Ediciones Activo Puente, 2011) de Ana Arzoumanian, un poema que relata la historia de un encuentro entre una armenia y un turco en la ciudad de Nueva York.

En Nueva York no hay jazmines.

Hay un barbero, un psíquico 

y una tienda de zapatos

en la cuarenta y nueve.

Hay el vientre desnudo del cielo,

sus lunares abanderados.

Hay edificios con barcos y velas.

Desde la bañera veo los teatros

y los barcos y las velas

moviéndose,

y mostradores 

y tragaluces 

y puertas giratorias

que flotan en el agua;

se mueven.

Hay cristales que irradian su luz

como iglesias góticas.

Veo esa vibración desde mi bañera,

el aletear de los museos, de las cafeterías.

Toda Nueva York se mueve para calmarme.

No es una caricia.

Son los animales de topacio y bronce

soltando sus músculos desde el aire.

Sus lenguas frenéticas

haciendo desaparecer 

toda demora, avanzan.

En Nueva York no hay jazmines.

Tomó la punta del fusil y me midió.

Eso pensé cuando pensé en no volver.

Pensé, diría eso.

Diría que tomó la punta del fusil y me midió.

Diría que el fusil fue menos frío adentro, 

que apoyó el fusil en una de sus piernas

y empujó,

diría que lloré.

Y los edificios con barcos y velas 

moviéndose.

El fusil es de un material blando,

no dispara.

Él tomó la punta del fusil y me midió                        

mientras yo bebía las velas de sus barcos.

Mostrame lo que me da más miedo,

me pide.

Para mostrarle lo que le da más miedo

desaparece todo lo que tarda

en mí,

lo que satura 

un no volver

como morirme en la medida de un fusil.

No es una ciudad para vivir

me cuenta una vendedora

del barrio judío del negocio de kipás.

Es una ciudad para desaparecer.

La piedra rojiza

el granito rosa

la isla estrecha y alargada 

rodeada de ríos,

los manteles a cuadros

rojos y blancos,

los templos budistas

y las sinagogas

y las iglesias

se mueven.

Más y más rápido 

la velocidad 

ahora es

agitación.

Soy los carteles luminosos.

Los carteles luminosos

de madrugada

en las pantallas

te muestran 

a mí 

medio desnuda.

Vos, del otro lado

me pedís que me dé vuelta.

Yo en carteles,

en las callejuelas,

en las calles industriales

me doy vuelta,

me levanto el vestido.

El gran camino blanco de las luces,

sesiones de jazz 

en barcazas, 

en playas artificiales,

en piscinas vacías.

Espeso trazo vertical

como cuando la cámara

abandona al personaje

adoptando un movimiento 

propio.

En Nueva York no hay jazmines.

Blanco sobre blanco imposible de filmar

una colección

de corredores de músicos de patinadores

en el parque central

insiste

como un ojo multifacético,

agita,

arrastra milenios.

Una pulsación de civilizaciones

infinitamente 

dilatada.

Yo en la cama que se mueve

en los carteles 

dentro de la pantalla

dada vuelta

mostrándote.

La imagen cambia de potencia.

Atracciones teatrales o circenses,

llanuras de Mongolia,

una mesita de té en San Petersburgo,

el mujik, la india.

Una mirada que no está 

sobre mis piernas,

está en el agua el ruido 

de las voces la música

de los barcos las velas

como una fotografía sacada

en el interior mismo 

de las cosas.

Una línea dentada

hace centellear la imagen.

Volver el movimiento más intenso:

caer.

Ahora, cuando me doy vuelta,

tuerzo el cuello,

espío la pantalla,

te veo tocándote

un glande lustroso

de perfumes lácteos.

Buscás a una ahogada en aguas negras,

ves cómo se degradan los tonos,

cómo me arrastro hasta un sin fondo

arremolinándome.

El reflejo rojizo

incandescente.

Estás en una película,

me decían,

y yo pensaba,

¿puedo todavía hablar de mí?

El cine hace del mundo

un relato:

yo un conjunto

de carteles,

de imágenes 

que se difunden se propagan

sin pérdida

ni resistencia,

chapotean, 

ondulan

en el agua.

En la tabaquería

los clientes fuman

cigarros abultados.

Un agua de una vereda de paseantes 

bebiendo café

en vasos de cartones

parecidos a los plásticos

con los que tapan a los muertos.

Estás en una película.

En la película,                                                             

en un restaurante húngaro,

Palya Bea canta.

La ciudad repta en mí,

me sacude y yo la tumbo.

¿Puedo todavía hablar de mí?

Me ondulo,

salgo a bailar música húngara,

me bajo los breteles,

levanto los brazos

sobre los hombros.

Alguien tira platos al piso,

se saca los zapatos

y se inclina a mis pies,

sangra.

Yo paso mis dedos

por su boca.

Nos caemos. 

En Nueva York no hay jazmines.

Muros ocres

manchados de azul y verde,

anónimos bloques como casas

que se adentran 

en la mirada.

De tus ojos

me queda el perfume

con el que se enceguecen

los caballos de los carruajes

de la quinta avenida.

Los caballos son jinetes desnudos, 

recuerdan

montando un sueño ciego.

Me queda el gusto

a tinta en la boca.

Queda la virgen maría

sustituida por el dínamo,

ritual creencia

en los surtidores,

en los letreros

en el interior de los museos

donde cuelgan pinturas,

donde rebaños de reses 

del medio oeste profundo

amanecen.

En los ojos de los que caminan

por las calles

las reses arrean 

a la estación

más próxima.

Se adivina cómo el rebaño

cruza el promontorio,

sin nada que lo alumbre

se deshacen de sí mismos

en un apresurado vaivén.

Una locura en círculo

la escena donde el actor

no siente, y es puro personaje.

Vitrinas servilletas tazas cafeteras.

Antiguos ocupantes

de fantasías populares.

Yo también aquí, una ficción:

una mujer que se mete en la cama

observada de frente,

el vello púbico a la vista

en un espacio interior

con las cortinas que se ondean

hacia adentro,

hacia fuera.

Se ve el sexo

pero no la cabeza,

ni el brazo derecho

ni los pies.

Una virgen maría

cantada en los gospels

del domingo

un domingo de feria

como las ferias

de mi cuadra en Buenos Aires.

Y en los puestos,

hindúes paquistaníes mexicanos.

La virgen maría

un dínamo una electricidad

adentro de las cosas.

En  Nueva York no hay jazmines.

La mujer vista de frente

del cuadro de Hopper

en una casa que se adentra

en mi mirada

como un barco que se mueve

y viaja sin nada 

que lo alumbre,

sin faros.

Un barco de paredes transparentes,

el faro en una isla.

El barco

un faro en territorio

fabricado por holandeses,

de perfiles suaves y ondulados

un panorama rocoso

con lagos artificiales 

y árboles transplantados.

La nueva Ámsterdam,

un barco

que se mueve 

en un terreno inventado,

una franja de arena reluciente.

Un teatro el acto de fe

donde vuelvo a tener un hijo.

Desnudo mis pechos,

te doy de mamar.

Tu boca

en una lluvia turquesa

rociándote la cara.

Me gusta que me den

de comer en la boca.

En tus ojos

hay un olor a huertos

sembrados de albahaca.

Me arrodillo, toco

la imagen de cristo.

Me gusta alimentarte

le dice la virgen

mientras lo mira a los ojos

del color de un huerto 

de albahacas.

Buscás el largo de mi pelo,

me das de comer

en la boca.

La imagen de cristo

en la película

comienza a arder,

expande un destello burbujeante

anaranjado.

Los comulgantes

se convierten en figuras líquidas

se deslizan uno en el otro.

Un alba de nosotros mismos fulgura precipita.

Los rasgos se escapan

del contorno del rostro de cristo,

hace ver huecos en el agua.

Te necesito como Nueva York

sin jazmines.

Una sucesión

de primeros planos

gira como planetas

en constante ebullición,

gira y no cesa

de desviarse.

Un amor 

que se define 

por su potencia

de volver a empezar

y recomenzar.

Me gusta 

darte de comer

en la boca;

cristo la virgen los comulgantes

y yo arrodillada

en una Nueva York sin jazmines

suspende el gesto.

El eclipse de los cuerpos

que giran como planetas,

se apoderan

en su aventura de luz 

de lo blanco.

No hay tregua

en este agotamiento.

Despedazados

el hambre y la saciedad,

una violencia

propagándose.

Los ojos medio cerrados,

la cabeza tirada hacia atrás,

la boca medio abierta 

de tan saciada.

Una mano angélica

te descubre mis pechos.

Tenés que mirarla,

soy yo esta Nueva York sin jazmines.

Alguien puso una mujer

con una antorcha aquí.

La mujer con la antorcha

está en un agua ahuecada.

El hueco

y el agua

se mueven,

como la mujer que se mueve

en toda la ciudad

que se mueve.

El agua de la ciudad

tiene un pezón de color rubí,

da la hora

a imaginarios marineros

del Atlántico.

La ciudad

es un archipiélago 

seco de manzanas.

Una postal

de torres lanzadas al aire

de un fulgor violeta

tritura la hierba,

nada en un agua

brutal hacia el cielo,

una y otra vez.

El agua se evapora

en orfebrerías, 

en tiendas de especias, de alfombras.

No estamos en Persia,

no somos fenicios,

vinimos a ver.

Toda construcción 

es un monumento

permanente, sólido sereno

en la furia de mis ojos.

Compartir: