¿Qué democracia en Armenia?
En el año 2018 tuvo lugar en Armenia un levantamiento popular que llevó el nombre de “Revolución de Terciopelo”, llamado de esa forma porque consistió en el derrocamiento del régimen que imperaba por décadas de modo pacífico y sin el uso de armas. El líder que llevaba adelante aquel movimiento fue el periodista y director del periódico Haygagan Yamanag, Nikol Pashinyan. La coalición electoral “Alianza mis pasos” que encabezaba, obtuvo mayoría absoluta en la Asamblea Nacional. El nuevo gobierno a su cargo juró el 14 de enero del año 2019. Su primer acto lo realizó en Stepanakert, capital de Artsaj.
El 27 de septiembre de este año el mismo Pashinyan devenido primer ministro estuvo al frente de la guerra de Armenia contra Azerbaiyán por Nagorno Karabaj/ Artsaj que duró unos cuarenta y cuatro días y significó no sólo la merma de territorios de prevalencia armenia, sino el desastre humanitario en pérdidas de vidas humanas, de exilio, y del daño a toda una generación herida de guerra, mutilada; y a toda una sociedad traumatizada por un estallido de muerte en su interior.
Uno de los argumentos que se utilizaron en el transcurso de la guerra para diferenciar la posición armenia de la de su enemigo azerí/ turco frente al mundo fue la condición democrática del gobierno armenio y la situación dictatorial de los gobiernos de Alyiev y de Erdogan.
Aquí es donde quiero detenerme: ¿A qué se hace referencia cuando se indica que en Armenia, luego de décadas de corrupción, se instaura un gobierno democrático? ¿Qué es democracia para una ex república soviética, independizada en el año 1991?
Georges Bataille, filósofo francés, al estudiar la noción del gasto escribe el ensayo económico político “La parte maldita”. Siguiendo a Mauss, toma la noción de potlach: la existencia del gasto improductivo con una función social. De modo que encuentra allí una propiedad positiva de la pérdida de la cual pueden derivar el honor, la nobleza, el orgullo, el sentido heroico, la idea de trascendencia. En ese sentido, Bataille divide las sociedades en: colectivos de dispendio de las sociedades primitivas donde predomina el gasto improductivo; las sociedades de empresa donde el excedente es absorbido por la organización militar o religiosa y, finalmente, la sociedad capitalista o burguesa en la cual el gasto no sólo está cuestionado (aquí vemos cómo la sociedad burguesa se diferencia de la aristocrática para la cual el gasto es necesario) sino que su esencia consiste en la reproducción del capital. En esta última etapa, que puede distinguirse según un orden cronológico- temporal o espacial, aparece una racionalidad económica que seculariza y vuelve profana toda relación. Allí el soberano garantiza a cada individuo una operativa en la maquinaria social. Las democracias occidentales estarían dentro de esta etapa en relación al gasto; la soberanía se ejerce para que los componentes de la sociedad reproduzcan el capital escribiendo un nombre profano para dicho movimiento: democracia.
Remontarnos a la etimología de dicho concepto es pensar en la polis griega para luego adaptar ese término a la ficción de la representación que instituyó la Revolución Francesa. El gobierno (cratos) del pueblo (demos) sucedía/sucede según la delegación de ese poder. De allí la tripartición de un poder que originariamente reside en el pueblo y cuyo manejo se distribuye por una normativa de balances al poder legislativo, ejecutivo y judicial. Las conquistas francesas fueron una traducción de la primacía bonapartista que fundó su imperio no sólo en las tierras dominadas sino en otros territorios, menos reales, más simbólicos. De modo que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano alcanzó en su promulgación categoría universal. O, al menos, esa era su pretensión. Como se ha considerado, la monarquía francesa no terminaba sólo con la cabeza de María Antonieta en la guillotina, había que cortarla de cuajo; la ley fue un modo de arrasar con los valores monárquicos. Valores que fundaban subjetividades, relaciones, afectos. De modo que el triunfo de la revolución abarcó las normativas de diversos continentes. Así, la codificación napoleónica fue copiada y replicada desde China, Turquía hasta América. Pensemos, por ejemplo, que nuestras constituciones tienen principios proclamados en la Declaración Universal de Derechos y que nuestro código civil siguió el esquema del código civil francés.
En Europa se diseminó rápidamente estos preceptos, pero Europa participaba de ideales vitales semejantes: cristianismo, monarquías, reinados, principados. Mientras que llega a una América cuya clave del estar radicaba en comunidades politeístas. Y el mundo (pacha) aquí no se refería más que al mundo como orden y no como materia. Así podemos observar cómo América estuvo (¿está?) al margen o en los márgenes del proceso occidental; si entendemos la historia de Occidente como la historia de la sustitución de las relaciones de la vida (los órdenes vitales) por la de los objetos y del triunfo de la ciudad como forma exclusiva. Rodolfo Kusch denomina sucedáneos a la manera de tapar el vacío que queda al otro lado del ciudadano. Un sucedáneo es la ira, concluye el filósofo argentino. Es una cualidad que en Sudamérica asoma con exagerada evidencia. Somos pura ira, por eso somos puro gesto y es puro el vacío en que nos hallamos; continúa sentenciando Kusch.
Cuando las nuevas naciones proclaman su independencia en América, lo hacen en la llanura y, luego, deben “atacar” al enemigo común en las zonas más comprometidas con el indígena. Leamos esta cita: “El objetivo era la economía liberal, la bolsa de comercio, la democracia, todo ello como apariencia de vida, casi como gimnasia vital. Era el reinado del mercader veneciano traído América, para lograr el mundo bucólico del patio de los objetos, en medio de la paz burguesa. Así se creó también nuestra pequeña historia con una pequeña ira del hombre”.
De tal modo que las naciones se construyeron bajo el cumplimiento de una humanidad unida a una economía, la reducción del mundo de lo sagrado o su transmutación: lo sagrado devenido objeto, cosa.
Volvamos a Bataille para quien el capitalismo es un abandono sin resguardo hacia la cosa. Los lazos de la economía precapitalista en el catolicismo romano no son menos fuertes que los de la economía moderna en el protestantismo. La revolución francesa tuvo como resultado la disminución de los gastos suntuarios de la corte y de los nobles en provecho de la acumulación industrial.
La lucha contra los zares y los terratenientes rusos tuvo en la revolución bolchevique el interés de aportar no sólo un beneficio a los trabajadores sino una industrialización a sus naciones. Pero no todas las naciones hermanadas por lo soviético tenían el mismo grado de avance técnico. La Rusia de 1917 funda su potencia no en una burguesía sino en un proletariado que renunciaba a los lujos que no eran más que necesidades. La vida rusa, asediada por el hambre y el frío exigía sacrificios. Y, a diferencia de la industrialización capitalista occidental que se edifica sobre medios materiales para lograrlo, la necesidad de industrializar Rusia se realizaba sobre una sociedad esencialmente agrícola que guardaba sus riquezas sólo para la guerra.
Ahora bien, el ahorro capitalista tiene lugar en una relativa calma, el burgués rico sería aquel que se encuentra en el contrapunto de la pasión. Sin embargo, la identidad moral del proletario, si bien es contraria al derroche, no lo es desapasionadamente. La colectivización de las tierras es parte fundante de ese sistema que se construye no sobre la ciudad, ese bastión democrático.
El movimiento codificatorio francés, el régimen democrático y la posterior industrialización se diseminó para tiempos pacificados, mientras que la producción soviética contaba con una tensión. Los derechos universales más la conciencia de sí introducida por la Ilustración predominaron el mundo político y afectivo de Occidente. No podemos considerar ni a Rusia, ni a la URRSS como partes de ese entramado normativo.
¿Y el Cáucaso Sur, y Armenia?
La perestroika y la glásnot fueron reformas económico- políticas que aceleraron la caída de la Unión, junto con el desastre de Chernóbyl, el terremoto de Spitak y el conflicto en Karabaj. Principios de los años noventas; al desmoronamiento de la Unión Soviética le sucede la independencia de las repúblicas. Armenia se independiza en el año 1991. De modo que pasa de la colectivización a un capitalismo sin burguesía, sin “polis”, sin codificación. Las décadas que siguen al impacto de una forma de vida donde lo individual “debe” primar sobre lo común genera un sistema caníbal; sistema que se siente mucho más en los países que no tenían una industria localmente afianzada. Así, el caso de Armenia. De la disgregación de un imperio a la construcción nacional, la corrupción ocupó parte del poder en una relación con Rusia que no deja de tener visos coloniales. Del deseo de aculturación soviética al deseo democrático, el país se topa con el siglo XXI.
Nombrarse, como se ha hecho, al modo de los demócratas de la región no es más que subrayar el concepto de uniqueness. Término que se asocia a la categoría de catástrofe única de la Shoá, de unicidad, de incomparable. Por transposición, los armenios apoyan su identidad sobre la posición geopolítica “única”, su lengua “única”, su religión “única” y, en estos términos de la última guerra de Nagorno Karabaj, de su condición democrática “única”.
Sin embargo, Armenia como comunidad imaginada va a caballo de dos lazos, el oriental y el occidental. Considerada a sí misma como parte de Europa, se desentiende de su mentalidad asiática. Reivindicar esa forma de concebir la vida no es, como muchos pretenden, desligarse de la idea de progreso y desarrollo europeo. Es vivir auténticamente según los propios pliegues de esas formas de pensar el mundo que nunca son lineales.
¿Y quiénes sino nosotros, los sudamericanos, para entender mejor y, por qué no decirlo, reivindicar esa porción no europea? No hay democracia en Armenia porque no hay burguesía porque no hay industria. Como no hay capitalismo sudamericano que no entienda la emocionalidad. Una Sudamérica que convive con el indígena y con el campesino y que debe simular ser nación. Así como lo armenio debe convivir con la idea de clan (familia, pero también, en su sentido de mafia) simulando ser nación.
Descolonización sería una desescolarización del mundo homogéneo, reemplazar el pensamiento territorial por una relación heterogénea. Los proyectos de modernización al modo occidental que no asuman la riqueza de la región no son más que debilidades éticas que luego se cobran como fallas al sistema. Entonces se lee que un país caucásico no fue suficientemente democrático del mismo modo como los regímenes sudamericanos no son los suficientemente liberales. Ni lo uno, ni lo otro; adoptar las contradicciones, volver a nombrar. Quizás el sur americano tenga mucho que decir al sur caucásico.
¿Cómo ejecuta Armenia su gasto, su excedente, sino con el sacrificio de su propia progenie? ¿Cómo se definiría ese gasto sino como incesto que consiste en la apropiación del tiempo? ¿Acaso apropiarse del tiempo no es “comerse” a los propios hijos?
Quizás reconocer nuestros excesos, nuestra improductividad sea amparar una imagen a medida del propio suelo y no bajo ideales narrativos de naciones que viven en otro proceso histórico. De modo que hablar de democracia en la región con el fin de favorecer el apoyo político o financiero de naciones europeas no hace más que perder el frente estratégico.
Gagik Harutyunyan, ex vicepresidente dijo alguna vez: “Armenia constituía el uno por ciento de la ex Unión Soviética, en términos de población, economía, etc., y luego del colapso de la URSS tuvimos que convertir ese uno por ciento en un cien por ciento”. El porcentaje siempre es una referencia, una relación; convertirse en un cien por ciento implicaba volverse armenios. No es cuestión de conceptos, se trata de la identidad. Y la identidad se construye a partir de una imaginación sobre cómo se vive, de qué se vive, cómo se gasta o, para decirlo de otro modo, cómo se muere.
Ana Arzoumanian
Ana Arzoumanian es abogada, escritora. Profesora de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad de Tres de Febrero; profesora invitada Derecho y Arte de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires; coeditora de la revista Canoa de la Universidad de San Isidro.