Aghavno, la aldea que se resiste a cambiar de bandera

26 de julio de 2022

En la lista de regiones armenias que debían ser entregadas a Azerbaiyán en virtud de un acuerdo tripartito post conflicto, se mencionaba Lachin, donde se encuentra una pequeña aldea cuyos habitantes aún permanecen allí. La situación de Aghavno es una incógnita. Artículo original de Betty Arslanian para la revista Late.

 Es un día cálido en el corazón del Cáucaso. Desde la carretera que conecta Armenia y Nagorno Karabaj se ven autos que aparecen y enseguida se pierden en las infinitas curvas sin barreras de contención. Las montañas con vegetación densa sujetan el corredor de 5 kilómetros, llamado Berdzor-Lachin; la única conexión entre este territorio en disputa con Azerbaiyán y el mundo. 

Impregnadas en el asfalto han quedado las marcas de los tanques de guerra. Huellas de toneladas. En la guerra de Nagorno Karabaj en 2020, la ruta soportó cientos de convoyes de milicias armenias y vehículos blindados que se dirigían al campo de batalla. Unos 5 mil soldados no regresaron sino como cadáveres incinerados o baleados.

Al cruzar la frontera con Armenia, los soldados de las fuerzas de mantenimiento de paz rusas vigilan el acceso parados junto a las barreras. El control es estricto. Desde el fin de la guerra, solo pueden ingresar los ciudadanos armenios; las personas con pasaporte extranjero deben solicitar una visa especial, que es rechazada con frecuencia. Para periodistas internacionales la entrada es prácticamente imposible. 

Soldado ruso abre paso a niños de Aghavno. Foto: Beatriz Arslanian

El acuerdo que puso fin a la guerra, firmado bajo la mediación de Vladimir Putin el 9 de noviembre de 2020 por el primer ministro de Armenia, Nikol Pashinian, y el presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliev, abrió las puertas a un regimiento de más de 2 mil soldados rusos. Su misión sería velar por la estabilidad de la región. Sus postes militares interceptaron la ruta desde la ciudad armenia de Goris hasta Stepanakert, la capital de Nagorno Karabaj, o Artsaj, su nombre original en armenio. 

Los vehículos blindados y la defensa antiaérea sobresalen de montículos de sacos de arena dispuestos con esmero. Las bases, además, cuentan con espacios sanitarios y dormitorios. 

Mientras un grupo de soldados vigila el primer poste militar ruso, con las armas agarradas por ambas manos a la altura de la cintura, un joven de piel pálida y con prendas deportivas entra a la base trotando. Ha terminado su entrenamiento. Otro de menor altura, al que solo se le distinguen los ojos claros detrás de un pasamontaña, supervisa el acceso de vehículos y reclama los pasaportes de los pasajeros. 

El permiso de ingreso es aceptado y nuestro viaje avanza. Luego de pronunciados giros sobre una carretera angosta construida en un relieve de más de 2 mil metros, aparece Aghavno, el primer pueblo del territorio de Nagorno Karabaj. Hileras de casas con tejas rojas se despliegan en un profundo valle. Después de la última guerra, su posición comenzó a percibirse como una desventaja geográfica. El pueblo se encontró rodeado de territorios ocupados y puestos militares ubicados en las alturas. Desde allí, las tropas azeríes controlan desde entonces todo lo que ocurre en el valle. 

Los primeros habitantes de Aghavno fueron repatriados en 1992, después de la primera guerra de Nagorno Karabaj. Como resultado de las batallas, que culminaron con un cese al fuego firmado en 1994, los territorios fueron liberados por los armenios. De este modo se puso fin a la decisión arbitraria de Joseph Stalin de incluir la región en la República Soviética de Azerbaiyán en 1921. A partir de la repoblación armenia, se implementaron programas de desarrollo del pueblo, como la construcción de viviendas por medio de la colecta de fondos. Hoy Aghavno cuenta con unas cincuenta casas distribuidas entre sus 170 habitantes. 

En la lista de regiones armenias que debían ser entregadas a Azerbaiyán en virtud del acuerdo tripartito se mencionaba Lachin, donde se encuentra Aghavno. Sin embargo, la aldea, junto a Berdzor con algunas familias, no fue desalojada; aún sus habitantes permanecen allí. La situación de Aghavno es una incógnita. Desde hace un año y medio la aldea es un enclave en medio de territorios que han dejado de estar bajo control armenio.

De acuerdo con el mandato de la declaración tripartita, el primero de diciembre los habitantes de los pueblos de los alrededores, como Kashatagh, recogieron sus pertenencias y se marcharon. Algunos incendiaron sus hogares: si ellos no podrían vivir allí, tampoco los azeríes. 

Las familias de Aghavno, por su parte, han perseverado, e incluso en el tiempo transcurrido han acogido familias desalojadas de otros pueblos. Pero el momento del fin podría estar acercándose de manera inexorable.

Rumores confirmados

Azerbaiyán construye una carretera alternativa “para los armenios”. Es lo que difunde la prensa azerí sobre una nueva conexión entre Armenia y Nagorno Karabaj. Las imágenes reflejan una magnífica obra de ingeniería que supone una ruta de dos carriles de 32 kilómetros de largo. Fuentes azeríes han anunciado que la vía se construye de acuerdo con uno de los puntos de la declaración tripartita. Comenzaría a funcionar a finales de año.

El Gobierno de Armenia no emitió palabra sobre el tema hasta finales de junio. En una conferencia de prensa en línea, el primer ministro Nikol Pashinyan confirmó el reemplazo de la carretera Berdzor-Lachin y el desalojo del pueblo de Aghavno. “Los territorios que no estén comprendidos dentro de la frontera del Oblast Autónomo de Nagorno Karabaj, pasarán bajo control de Azerbaiyán”, manifestó y, como premio consuelo para los residentes, aseguró que el Gobierno resolverá los problemas de vivienda.

Es el contexto en que el Gobierno armenio avanza en el proceso de un acuerdo de paz con Azerbaiyán que normalizaría las relaciones mediante el restablecimiento de las comunicaciones y el desbloqueo del transporte. Hasta el momento, las autoridades armenias no han proveído detalles sobre las negociaciones y sostienen que la alternativa a la agenda de paz es una nueva guerra. La única evidencia ha sido un discurso reciente del Primer Ministro en la Asamblea Nacional, en el que advirtió que la comunidad internacional solicita “bajar la vara del estatus de Nagorno Karabaj”. No es claro el significado de esta expresión, pero un cambio en el estatus implicaría que se tambaleara su condición de república autoproclamada independiente. 

De inmediato la oposición, conformada por los bloques “Armenia” (liderado por el expresidente Robert Kocharyan y el partido de la Federación Revolucionaria Armenia) y “Tengo Honor” (encabezado por el ex director del Servicio de Seguridad Nacional, Arthur Vanetsyan, y el expresidente Serge Sargsyan), inició una ola de protestas bajo la denominación de “Movimiento de resistencia”. 

Diferentes sectores, fuerzas extraparlamentarias y miles de ciudadanos se movilizan desde el 23 de abril para exigir la dimisión del primer ministro, Nikol Pashinyan, y en contra de la normalización de las relaciones con Azerbaiyán y Turquía, en un escenario que consideran devastador para la parte armenia.  

El destino de Aghavno

Antranik Chavushian es el alcalde del pueblo. Tiene una mirada determinada bajo sus cejas oscuras. Su sonrisa se limita a un movimiento tímido de los labios. Nació en el Líbano y hace más de una década se estableció en Aghavno junto a su esposa. Tiene cuatro hijos de entre 2 y 10 años. Durante la guerra no se movió del pueblo; tampoco lo hizo su familia, a pesar de que se había impartido la orden de que mujeres y niños debían desplazarse hacia Armenia. 

El AK-74 no se despegó del cuerpo macizo de Chavushian ni uno solo de los cuarenta y cuatro días que duraron las hostilidades. Junto a otros hombres, organizó la autodefensa. No hubo batallas caldeadas en la zona, aunque la artillería lanzada por el Ejército de Azerbaiyán destrozó uno de los puentes de acceso al pueblo y dañó algunas viviendas. 

Antranik nos da la bienvenida, como hace siempre que forasteros visitan Aghavno. De pronto recuerda que ordenó un cordero para asarlo en el parrillero de su patio trasero. Es un día de festejo. 

Desde hace tres décadas, el 9 de mayo es de triple celebración para los armenios, dedicado al Día de la Victoria —un legado de la época soviética por el triunfo de Rusia en la Segunda Guerra Mundial—, la liberación de Shushi —una de las ciudades de mayor importancia de Nagorno Karabaj, que fue ocupada por las fuerzas azerbaiyanas en 2020— y la creación del Ejército de Defensa armenio. Aunque para buena parte de la sociedad la catástrofe de la última guerra echó por tierra estas conmemoraciones, Antranik no pone freno a su espíritu resiliente.

Al otro lado del río que atraviesa el pueblo, tres pastores habían colgado a un árbol el cordero degollado. Un charco de sangre sobre la tierra y las manos manchadas de uno de ellos evidencian la carneada. Cuando Chavushian llegó a buscarlo, ya lo habían desollado. Otro de los pastores coge el machete para cortarlo en trozos y colocar los pedazos en una bolsa de plástico usada que sacó de un Lada Niva blanco. Sus movimientos audaces despabilaron a un perro gamper que descansaba a un costado luego de dirigir el pastoreo de más de cincuenta ovejas.

De regreso a su casa, el alcalde entrega la bolsa con carne a Gayane, su esposa, para que la condimente. Gayane se dirige a la cocina y toma algunos frascos de especias de diferentes colores. Sus hijos están sentados en el piso, rodeados de juguetes. Antranik se sienta alrededor de la mesa y enciende un cigarrillo. El humo se expande en la sala de estar. Luego de unos minutos, asume sus preocupaciones: “Se habla de un nuevo camino que rodearía a Aghavno; en ese caso, deberíamos tener derecho a preparar tropas de autodefensa o postes militares”. 

Ante los últimos anuncios del Primer Ministro sobre el desalojo del pueblo, Antranik no dio el brazo a torcer: “No nos iremos. Mientras más nos persigan, más nos arraigamos”.

Gran parte de los habitantes de Aghavno lo reconocen como su líder y aseguran que sin sus instrucciones precisas no habría sido posible mantener el control de la aldea. Desde hace un tiempo Chavushian revela su desconfianza frente a los Gobiernos de Armenia y Nagorno Karabaj, y califica el acuerdo de fin de la guerra como una traición. 

“No pueden tomar decisiones sobre mi casa sin consultarme. ¿Quiénes son ellos para lanzar sobre nosotros sus fracasos? Los azeríes y los rusos nos dicen que esta tierra está entregada y que no podemos vivir aquí. Yo los ignoro”, expresa. Además, afirma que no tiene contacto con los gobernantes de Nagorno Karabaj: “Supongo que no me quieren porque digo todo en la cara. Ellos van y vienen por este camino, pero hace dos años ninguna autoridad nos visita”. 

Antranik decide dar una vuelta por el pueblo. Lo hace cada tanto para asegurarse de que todo esté tranquilo. Enciende el auto y se aleja unos metros. Asoma el vehículo sobre el camino en bajada que han trazado los tractores de los obreros azeríes. No hay nadie trabajando, pero el alcalde advierte que aun así hay riesgo. Los francotiradores pueden disparar desde los postes. 

Con frecuencia debe negociar con los comandantes de las fuerzas pacificadoras rusas, aun sin dominar su idioma. La última vez le informaron que Azerbaiyán quería instalar una conexión eléctrica que debía pasar por el pueblo. Chavushian se negó y explicó el peligro que supondría para la población de Aghavno que cientos de trabajadores se establecieran en la zona o que los tractores azeríes pasaran de manera constante a menos de 20 metros del pueblo. El acuerdo determinó alejar un poco el sitio de la obra. De todos modos, la población pacífica percibe la presencia azerí como una amenaza. 

El alcalde Chavushian conversa con habitantes frente al poste militar ruso. Foto: Beatriz Arslanian.

Se aproxima la hora del almuerzo y Chavushian intenta regresar al pueblo. Cuenta que minutos antes habían pasado sobre esa ruta unas camionetas azeríes sin supervisión de las tropas rusas. “Sean civiles o militares es igual —remata el alcalde—. En Azerbaiyán —asegura— no existe diferencia entre el Gobierno y el pueblo; todos odian a los armenios y se comportan inhumanamente con nosotros”.

Acerca su vehículo a la barrera; un soldado de casco verde con las siglas MC (iniciales de “fuerzas pacificadoras” en ruso) levanta su brazo a modo de saludo y lo deja pasar. Chavushian avanza, mientras abre la ventanilla para fumar otro cigarrillo. Como si fuera la primera vez que lo ve, apunta su mirada hacia un cartel en el que aparecen imágenes de soldados rusos junto a la inscripción: “Donde estamos nosotros, está la paz”. 

Los armenios han tenido una relación de hermandad con los rusos por más de cuatrocientos años, comenta. “Un hermano no deja solo al otro y, si estos lazos son firmes, ellos tienen que ser claros. ¿Su misión es mantener la paz o no? Si deciden estar del lado de Azerbaiyán, les diremos que están equivocados. Solo nosotros debemos tomar las decisiones; nosotros somos los dueños de estas tierras”, dice e intenta descifrar en su espejo retrovisor la patente de un camión que viene detrás. 

Llega a su hogar y se saca los zapatos. Sus hijos lo reciben exaltados y él trata de calmarlos. Cuando Gayane se retira a la cocina en busca de la comida lista, Antranik elogia la valentía de su esposa durante las hostilidades. Cuenta que, al estallar la guerra, Hovsep, su hijo más pequeño, tenía apenas seis meses. Baja la voz y afirma que Gayane tuvo el valor de permanecer a su lado cada día. Su orgullo le impide expresar el reconocimiento frente a ella. 

El alcalde ilustra la guerra como un round de boxeo. “El escenario puede cambiar. Tal vez el regreso a nuestras tierras ocupadas sea desde Aghavno y la victoria comience aquí. Que vengan, no les tenemos miedo”, dice al tiempo que sus cejas se cruzan y se enardece su mirada. Asegura que no saldrá del pueblo bajo ninguna circunstancia: “Prefiero morir antes que entregarlo a los azeríes. La muerte consciente es inmortalidad. ¿Por qué se lo vamos a dar? ¿Hasta cuando la sangre derramada será de los armenios?”.

Chavushian en la iglesia de Aghavno. Foto: Beatriz Arslanian.

Los que viven la incertidumbre 

Una mujer de unos 50 años asoma la mitad de su cuerpo robusto por una ventana para colgar ropa en una cuerda que atraviesa el patio. Es Narine Rasoyan y vive en Aghavno con sus tres hijos. Cruza las rejas que rodean su hogar y se remanga la campera de pana azul cuando siente la intensidad de los rayos del sol.

Recuerda la guerra y su voz se vuelve más firme cuando testifica que no abandonó el pueblo durante las hostilidades de 2020. El acuerdo de paz traería consigo un giro en el destino de los habitantes de la zona. Narine recuerda que, en los primeros días de diciembre de 2020, “vino la policía y nos dijo que nos fuéramos, que dejáramos nuestros hogares; pero nadie nos preguntó cómo estábamos”. Ningún habitante obedeció las órdenes. Todos confiaron en la palabra de su alcalde: “Si resistimos, no nos arrancarán el pueblo de las manos”. 

Narine se sienta sobre una pirca en la entrada de la vivienda y acomoda a su hijo más pequeño sobre la falda. Comenta que, durante y después de la guerra, les cortaron todos los servicios. “No nos dan nada para que nos vayamos. Yo no tengo a dónde ir”, son las palabras de quien, además, le ha pedido al alcalde un arma para defenderse “en el caso de que entren los azeríes al pueblo”.

Antes de la guerra, Narine recogía hierbas en los bosques de las afueras de Aghavno para venderlas; pero ahora ignora los límites del territorio que le está permitido circular. No podría saber si está pisando el otro lado de la frontera. Nadie conoce esta línea invisible. Hoy trabaja en una panadería que funciona como cooperativa. Se construyó hace unos meses por medio de donaciones con el fin de generar empleo para las mujeres del pueblo.

***

A dos casas de distancia vive Anush Arakelyan, una docente de literatura armenia que trabaja en el colegio de Aghavno. Convive con su esposo, Arman, y sus dos hijos, Mariam (5) y David (2), en una vivienda que estrenaron apenas terminó la guerra. 

La maestra se asoma por la puerta y señala su casa anterior, una precaria construcción de madera humedecida. Su rostro es delicado y su actitud, dulce. Lleva su cabello dorado prolijamente peinado con dos trenzas. En su familia es tradición festejar los 9 de mayo en Tegh, el pueblo de su esposo. Es la aldea siguiente, pero forma parte del territorio de Armenia. Allí los esperan sus familiares. La pareja se casó en Tegh y hace seis años se establecieron en Aghavno, donde nacieron Mariam y David.

Anush prepara a sus hijos para salir. Ellos gritan para llamar su atención. Su esposo intenta hacer lo suyo colocándole unos zapatos blancos a Mariam, quien inmediatamente corre detrás de un perro y vuelve unos minutos después con los zuecos completamente embarrados. Las calles del pueblo son de tierra; la lluvia del día anterior es el principal enemigo del calzado festivo. Arman toma otros zapatos diminutos de un armario situado junto a la puerta, pero desiste en el intento de cambiárselos. En su lugar, recoge algunos bidones y los carga en el baúl del auto. Cada vez que van a Tegh traen agua potable, explica Anush. El origen del río Aghavno ha quedado en territorio controlado por las tropas de Azerbaiyán y temen que el cauce esté contaminado.

Antes de salir, Anush intenta relajarse en el sofá y ruega a Mariam que cante Bidi gnank (“Iremos”, en armenio), una canción patriótica que remite al ideal de regresar al monte Ararat, hoy en territorio turco. La niña se niega, pero en un instante toma el teléfono celular de su madre y hace sonar la pista de la canción. La madre sigue la interpretación de su hija con mirada dócil. 

La maestra Anush Arakelyan prende velas en la iglesia junto a su hijo. Foto: Beatriz Arslanian.

“Me gusta mucho este pueblo. Es la guarida donde formamos nuestra familia. Mis hijos nacieron aquí; es decir, son de Artsaj”, su mirada se apaga de repente y habla del riesgo de perder Aghavno. Según Anush, los aldeanos acordaron no referirse al escenario de tener que abandonar su tierra: “Si pensamos profundamente, vamos a enloquecer”. 

En una esquina de la sala de estar, el pequeño David tira sus juguetes al suelo, los toma de a uno y los exhibe. Anush lo regaña y le pide que los junte y los guarde. Se vuelve a relajar, hundida en el sofá mientras toma su café armenio. 

“Aghavno es un rincón de esperanza. Perdimos todo, pero logramos guardar este pedacito. Durante la guerra nadie se imaginaba que el enemigo llegaría hasta la entrada del pueblo e instalaría su artillería y su equipamiento militar. Nosotros estamos convencidos de que nos quedaremos. Todos debemos hacer lo que esté a nuestro alcance para seguir esta lucha; si no, desapareceremos”, concluye Anush. Quiere seguir hablando, pero un agudo grito de “mamá” dirigió su atención hacia la pequeña Mariam. 

***

En uno de los puntos más altos del pueblo se encuentra la escuela de Aghavno. Su patio delantero tiene una vista panorámica de las viviendas con cubiertas rojas. La entrada da la bienvenida con un letrero en armenio. Al ingresar, las imágenes de tres jóvenes con uniforme militar inundan de solemnidad la habitación. Son los rostros de los soldados del pueblo que cayeron en la última guerra. Por encima de las fotografías, está la inscripción “No nos pongan ausente”; debajo, una mesa con flores y velas. 

La escuela se bifurca en dos pasillos; a la derecha, las aulas renovadas; del lado izquierdo, llama la atención el deterioro del piso y las paredes. Según el alcalde Antranik, están recaudando fondos para continuar la reparación en esa sección.

A cada aula le antecede un letrero de papel con diferentes fotos y descripciones. Héroes de la primera guerra de Nagorno Karabaj, sitios característicos de Armenia o los días de la semana en inglés. En una de las aulas, Nina recoge sus carpetas, al tiempo que salen los últimos alumnos luego de una intensa clase de conjugación al pasado en ese idioma. Nina es voluntaria del programa Teach for Armenia, una organización que involucra a jóvenes profesionales en escuelas de diferentes pueblos de Armenia y Nagorno Karabaj. Es de Stepanakert, tiene 23 años y recibió su grado en inglés y comunicaciones en la Universidad Americana de Yerevan.

Durante sus años como estudiante universitaria en la capital de Armenia, se acopló al ritmo agitado de la ciudad, por lo que la adaptación a este pueblo le tomó tiempo. Detrás de los anteojos, su mirada se vuelve paciente cuando se refiere a los niños de la aldea: “Siempre quieren aprender diferentes cosas de mí”.

Niños de Aghavno. Foto: Beatriz Arslanian.

Nina toma su cartera de un perchero colocado junto al pizarrón y se dirige a su casa. Como mujer joven no tiene muchos más lugares a dónde ir. Sin embargo, afirma con buen ánimo que debe quedarse un año más en el pueblo para completar el programa. La abruma la incertidumbre cuando piensa si podrá permanecer durante ese tiempo o si el pueblo desaparecerá. “Al principio yo también pensaba demasiado, pero entendí que si voy por ese camino empiezo a sentir miedo”, confiesa. La mayoría de los habitantes evita el tema y confía en la seguridad que inspira el alcalde.

Las botas todoterreno de Nina hacen frente a las calles, aún cubiertas de tierra fresca. Mira al suelo para evitar un tropiezo, con un paso torpe pero firme. Comenta que nada está perdido. La joven docente confía en la organización de una autodefensa y considera que con la mediación rusa sería posible lograr que la ruta que construye Azerbaiyán para el cruce de los armenios pase por Aghavno, de modo que la zona continúe siendo supervisada por las tropas pacificadoras rusas y sus habitantes puedan seguir viviendo allí. Por el contrario, si  la carretera atraviesa otro sitio, este territorio sería ocupado por tropas azeríes. 

Apenas cruzó la puerta de su hogar, se descalzó y colocó una pava con agua sobre el fuego para prepararse un té. Minutos después toma la taza con las dos manos y se acerca a la ventana. Advierte que volverá a llover. Retoma el tema y expresa que la situación del pueblo es como si no perteneciera a Armenia ni a Artsaj, “como una región autogestionada, porque nosotros tomamos todas las decisiones; no tenemos a nadie por encima”. 

Desde la casa de Nina se distingue el poste militar de las fuerzas pacificadoras de Rusia, ubicado justo en la entrada del pueblo. Comenta que los soldados rusos no pueden relacionarse con los locales, aunque ella intercambia algunas palabras con ellos cada vez que se para al borde de la carretera para detener algún vehículo que la lleve a Stepanakert, donde se encuentra su familia.

Aghavno. Foto: Beatriz Arslanian.

Según Nina, a pesar de que los habitantes no tengan una perspectiva concreta de futuro, hoy la idea de abandonar el pueblo no existe. Cuando apenas había llegado, cuenta, veía que los aldeanos no plantaban árboles. Decían que no, que no sembrarían para que las cosechas las aprovecharan los azeríes. Su rostro dibuja entonces una sonrisa: en el último tiempo ha visto nuevos frutales. 

“Eso me ha llenado de esperanza. Verán su fruto en dos años. Quiere decir que su apuesta es resistir”, dice mientras toma el último sorbo de su té de hierbas de Nagorno Karabaj que, según los pobladores, es mágico y curador. 

En 2021, el Dipló y Revista Late lanzaron el Taller de periodismo narrativo “Contar el mundo” con la participación de Leila Guerriero y destacadxs docentes. Este reportaje es uno de los trabajos realizados como parte de la cursada.

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