"El comandante"
Noi era el que mejor sabía freír las papas; él decía “yarit de papas”. Le decíamos Noi; su nombre era Arshag, de Noiemperian. Noi era el cocinero de nuestro puesto militar; de los muchachos era el que había leído el “El capitán de 15 años”. A Noi le decíamos “coc”, y el que no había leído preguntaba qué era “coc”.
Éramos seis, ningún oficial, el enemigo a unos cuantos metros de distancia, en las alturas, nosotros, en el valle, entre los extendidos bosques. El bosque entre nosotros y el enemigo era virgen, el hombre no lo había tocado. ¿Quién estaría tan loco como para atreverse a ir al bosque de en medio de nosotros y el enemigo? Ninguno de nosotros recibió ninguna medalla, ni carta de agradecimiento. Ni falta que hacía, ¿qué era lo que hacíamos, acaso? Defendíamos la frontera, comíamos “yarid”… “comíamos “yarid”, defendíamos la frontera, escuchábamos radio, -azerí, ya que de las armenias ninguna sintonizaba en ese lugar-. Nosotros estábamos en la República de Armenia. Al padre de Noi lo habían asesinado los azeríes, delante de los ojos de su hijo. Estaban cosechando el campo, en su pueblo.
De repente, tiros. Noi se dio vuelta y vio a su padre caer. El padre no cayó durante la guerra de Karabagh; había sido herido en una mano, pero no había caído, y ni siquiera había recibido una medalla, ni una carta de agradecimiento. A Noi no le gustaba hablar de ese día. Pero en cambio, durante el servicio militar de dos años, el día ese de verano en que su padre había caído, tomaba el arma y tiraba en dirección del enemigo, un solo tiro. Y sí, no acataba el régimen de alto el fuego, como decía el Grupo de Minsk, sin entender por qué. Nosotros entendíamos…
Ese día, Noi no estaba activo como de costumbre. Desde temprano en la mañana estaba sentado junto al fuego, revolviendo. Sobre el fuego no se estaba cocinando nada. Nos explicó: no teníamos papas. Decidimos bajar al pueblo y pedir papas a los campesinos para hacer yarit. Los que no estábamos de guardia, fuimos al pueblo y tocamos la primera puerta que encontramos. El camino de regreso fue difícil; además de las papas traíamos miel, leche, yogur, incluso pepino y tomate. Todos limpiamos las papas, y uno de los muchachos se ofreció a hacer la ensalada. Noi estaba poniendo el yarit al fuego, cuando uno de los que estaban de guardia gritó: “Muchachos, viene alguien, parece un oficial…”
Juntamos la leche y el yogur, pero no llegamos a levantar el yarit, ni el pepino y el tomate. Era el comandante de nuestro pelotón, más joven que muchos de nosotros, teniente, no diré su nombre, no recuerdo su nombre, olvidé su nombre -es mejor para él-. Sólo dejó el yarit; el tomate-pepino lo consideró antiejército, contra el estatuto, y lo tiró a un lado; encontró la leche y el yogur y lo tiró. Hablaba, no maldecía, -en el ejército no se maldice, según el estatuto, como tampoco se come tomate-pepino… “Pon una taza de café”, -dijo el comandante del pelotón, dirigiéndose a Noi. Noi lo preparó muy dulce, adrede, aunque todos sabíamos que el comandante del pelotón toma el café amargo. “¡Qué café es éste?”, “Dulce, señor teniente, la dulzura es necesaria para todos”, dijo Noi. En ese momento todavía no entendíamos porqué estaba con tan triste mirada y ojos llorosos. “Tienes suerte, estoy retrasado, que si no, te saco el pellejo”, dijo nuestro comandante.
Según los estatutos, está permitido sacar el pellejo, pero el pellejo del enemigo. Se fue; ese era un buen acontecimiento, pero el yarit se quemó, y ese era un mal acontecimiento. Todos dijimos que nos gusta el yarit quemado. Ninguno de nosotros quería el yarit quemado, todos queríamos a Noi, que ahora estaba llorando a escondidas. “¿Qué te pasa, Noi?”. No nos decía.
Oscureció; ese día tampoco nos nombraron héroes, ni nos dieron medallas, ni cartas de agradecimiento, ni falta que hacía, ¿para qué? ¿Por hacer yarit, -mejor dicho, por quemar el yarit? ¿O por comer tomate y pepino en contra del estatuto -mejor dicho, por el atrevimiento de tratar de comerlo-?
No había fundamento para condecorar a ninguno de nosotros, comprenden, y para condecorar al soldado hace falta fundamento. Oscureció más, la cara de Noi también, comimos el yarit, por supuesto, incluso los que comen el yarit sólo con ketchup, ya que en el ejército no hay persona que coma el yarit únicamente si hay ketchup. Con los que no estábamos de guardia, sentados frente al fuego, le preguntábamos a Noi, “Hermano, qué te pasa, por qué estás enojado”. Noi callaba.
De repente, uno de los muchachos de la guardia, por segunda vez en el día, gritó: “Muchachos, viene alguien, parece que es Djanvelian”. Djanvelian era más serio, Djanvelian era el comandante del regimiento, es decir, era nuestro comandante y el comandante del comandante del pelotón, era capitán. Estábamos parados en posición de alerta; en la mano de Djanvelian había algo, en la oscuridad no se veía bien qué era. Nos saludó a todos, uno por uno, se interesó por la situación, por el nivel de actividad del enemigo, preguntó quiénes estaban de guardia en ese momento; todos sorprendidos respondíamos, sorprendidos, porque Djanvelian traía una guitarra, nosotros mirábamos la guitarra. Se acercó a Noi, lo abrazó…
Ese día era el cumpleaños de Noi, de nuestro amigo, ninguno de nosotros lo sabía ¿a quién se le ocurre, a unos metros del enemigo, preguntarle a tu amigo cuándo nació? ¿A quién le hace falta eso?... Djanvelian se había enterado, -aunque mejor sería decir, no lo había olvidado, él nunca se olvidaba nada, ni lo malo ni lo bueno-. Nos ordenó que nos sentáramos, pero con una voz que parecía que nos estaba rogando que lo hagamos. Y empezó a cantar, a tocar con la guitarra y cantar para Noi, para su soldado, para nosotros, para sus soldados, bajo las narices del enemigo. Nunca habíamos visto a nuestro comandante cantar y tocar; nunca habíamos visto en general, cantar y tocar a un comandante. Él no cantaba una canción patriótica, ni siquiera el famoso “Mardiguí ierk”; él cantaba en armenio una canción desconocida para nosotros, por la cual Noi no lloraba, sino que sollozaba a viva voz. No paraba…
Luego nos enteramos de que era la canción que le gustaba al padre de Noi, y hasta hoy no sabemos cómo se enteró Djanvelian que justo esa canción era la que le gustaba al padre de Noi, la que todos los años, en su cumpleaños, el padre se la cantaba al hijo…
Después de cantar, Djanvelian le pidió a uno de los chicos que le trajera su mochila. La abrió y puso sobre la mesa unos dos kilos de pepino y tomate, como también leche y yogur. “Lo traje de casa, vengan, comamos”. Luego comieron los que llegaban de la guardia. Djanvelian esa noche se quedó con nosotros, durmió una hora sobre la tabla, como todos, y cuando él dormía, todos callábamos. A la mañana, el sonriente Noi preparó un café dulce para Djanvelian; todos sabíamos que a él le gusta el café dulce.
A Djanvelian no lo nombraron héroe, no le dieron medalla, ni carta de agradecimiento. Ni falta que hace, ¿para qué? Obvio que no dan medallas por recordar el cumpleaños del soldado, por traer tomate-pepino al soldado, por cantar la canción preferida del padre, por tocar la guitarra.
Y en el ejército armenio ¿Cuántos Djanvelian hay? ¿Cuántas personas hay que han peleado, pero que todavía deben probar que han peleado? ¿Cuántas hay, que no han peleado, pero han probado que han peleado? ¿Cuántos muchachos no han recibido medalla ni cartas de agradecimiento, pero vieron la guerra, y por eso no hablan de la guerra? ¿Y cuántos hay que no han visto guerra, y por eso, todos los días están en guerra, en sus propias ciudades, contra su propia gente…?
¿Acerca de quién hablamos hoy? ¿A quién entrevistamos y a quién olvidamos y qué olvidamos…?
El soldado no nos da entrevistas, el soldado no nos cuenta sus problemas y sus cuestiones… en hebreo hay una linda palabra: “lehajarrish”, significa: momento de callar. Para el soldado siempre es lehajarrish.
Y el que no es soldado, no tiene relación con el ejército, y el que es soldado: felicitaciones y… gracias.
Hovig Afian /Yerkir
Agradecemos la traducción de Rosita Youssefian