De Rosario a Armenia: Un viaje por partida doble
De a poco voy cayendo en la cuenta de lo vivido. La posibilidad de haber viajado a Armenia no implicó un sello más en mi pasaporte, sino que me fui con una pesada valija de deseos, de dudas, de preguntas y regresé con otra más liviana, pero fundamentalmente, volví con una marca en mi corazón, con una sensación de alivio en mi alma.
Llegar y poner un pie en territorio armenio, es un sentimiento que no se viven muchas veces en la vida. En mi caso me invadió un vacio en mi estomago y una necesidad de abrazarla, de recorrerla, de quererla y de dejar todo lo que pueda a modo de “ayuda”, qué loco, porque en verdad fue todo a la inversa, fue Armenia la que me recorrió de pies a cabeza, entró por cada uno de mis sentidos y de algún modo hizo que vea las cosas y el trabajo de otra forma.
Armenia a primera vista es más linda de lo que imaginaba, es más segura de lo que pensaba. No hay peligro, allí la gente es amable no te generan desconfianza. Llegué a las 3 am de un día jueves y cómo dije, emprendí mi deseo de recorrerla y así fue que junto con la delegación de Córdoba y mi compañera, Soledad Demirdjian, nos fuimos a recorrer la zona de bares cercana a la Plaza de la Ópera. A pesar del cansancio de casi horas horas de vuelo del día previo, la energía se multiplicaba y no había modo de calmar la necesidad de verla.
Transitaba por los caminos que se iban abriendo tipo galería pero en vez de negocios había bares con detalles únicos, con aromas deliciosos. Muchos hombres jóvenes, era lo que se veía, todos sentados mirando un partido de futbol y fumando cigarrillos. Cada bar tenía una decoración distinta, daban ganas de probar comida típica y café en cada uno de ellos. “¡Que belleza!”, no podía dejar de repetirlo al aire y hacia mi interior.
Pasaban las horas y mi deseo de invadirla comenzaba a fracasar, era ella quien ejercía poder, allí estaba yo, en la amada Armenia, majestuosa, única, sentía que mi corazón explotaría de emoción y ni pensar el momento en que subiría a la Cascada piso por piso y lograra ver el Monte Ararat desde lo más alto. Ese momento parecía inverosímil, estar viviendo eso yo, ¿cómo podía algo ser tan perfecto?
Estar un día en Armenia basta para sentir que ya sos parte de ella, sí como decía, se apodera de uno. Al ver la delicadeza de las mujeres de Ereván en su caminar, en la ropa que visten, y en el maquillaje, si bien me superan en estilo, era hallarme en los rostros, en sus rasgos. Incluso los adultos, ellos son familieros, son agasajadores, les encanta “recibirte” en su casa, en Armenia. No hay lugar en el mundo que tenga gente tan colaboradora y atenciosa. No conozco. “¡Que belleza!”, no podía dejar de repetirlo al aire y hacia mi interior.
Pasaban los días y junto a mi amiga Soledad, no solo acompañábamos al Papa Francisco, para grabar en nuestra retina un momento histórico para la Iglesia Apostólica Armenia y la religión Católica, sino también nos esforzábamos por recorrer y conocer lugares distintos, llevarnos un pedazo de tierra para nuestra familia en forma de relato. Era lo único que podíamos hacer.
Recorrimos todo lo que pudimos, regateamos en el Vernissage, fuimos por cada sendero posible, caminamos por campos de Amapolas, cierro los ojos y lo recuerdo. Momento único.
Que hermosa sos Armenia, tus montes verdes, de pasto nutrido, de arboles de frutas, frutas dulces y bien coloridas. Tus senderos, que al recorrerlos, sentís aroma a flores, sonidos de aves, de insectos; no ves fronteras, no las hay, no hay nada que allí te detenga. Los senderos, algunos, desembocan en antiguos monasterios e iglesias. Cada una de ellas, tiene una historia, una vida, o más.
Este viaje a mis orígenes es el principio de un largo trayecto, pensar a mis bisabuelos allí es sanador. Viajar allí junto a mi amiga Soledad y junto a Juan Danielian, presidente de la Colectividad de Rosario y Dirán Yousoufian, vicepresidente y ambos con sus esposas, además, junto al Arzobispo de la Ciudad de Rosario, fue un viaje que recordaré y transmitiré por siempre.
Una vez que se pone pie en Armenia, comienzan a crecer las raíces que faltaban, raíces que tiran y hacen que cueste desprenderse, diría que es casi imposible. Algo de uno queda allá y requiere que cada tanto volvamos a nuestra querida y dulce Armenia.
Antonela Sahakian