Las campanas suenan por todos
La primera vez que leí “Por quién doblan las campanas” de Ernest Hemingway, hace ya varias décadas, además de la fuerte impresión que causó en mí la temática de la obra y su argumento, llamó poderosamente mi atención el poema del británico John Donne que el autor había incluido al inicio, antes de comenzar su historia. Al punto que no he podido olvidarlas, y cuyo significado me atrae sobremanera:
“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
Siempre consideré que la humanidad tiene en común justamente eso, humanidad, y que las palabras de Donne conocidas por mí a través de Hemingway son un acierto cabal en cualquier tiempo y lugar.
Pero en lo que respecta al pueblo armenio, la historia, en especial en los últimos siglos, me hacen dudar de ese sentido de humanidad del ser humano.
Hoy Europa una vez más desvía su mirada de los hechos que están sucediendo a sus puertas. Me corrijo: un poco más allá de sus puertas, pero sí en los umbrales.
El mundo está “distraído”. Y los intereses comerciales o económicos priman más que la vida humana. El temor por no poder calefaccionarse en invierno a causa de la privación del gas ruso hizo que los países autodenominados civilizados aceptaran el gas manchado de sangre que les ofrecen Azerbaiyán y Turquía. Que por cierto son abastecidos cada vez en mayor medida con armas prohibidas que estados y particulares les facilitan cual simple intercambio comercial. Armas no permitidas por convenios y declaraciones (como si hubiera armas que sí pudieran ser consideradas aceptables).
¿Dónde quedan el honor y la justicia? ¿Cómo pueden permitir tanta impunidad? ¿La vida de uno vale más que la de otro, a cambio de ese precio tan vil?
Los niños de Armenia y Artsaj también tienen derechos. Y hoy viven con temor, escondidos en cuevas, obligados a exiliarse, sin alimentos ni abrigo suficiente, tratando de escapar del horror, de las bombas, de los salvajes invasores, mientras sus padres dan la vida por la patria, por la tierra ancestral, milenaria armenia, tanto en el frente como en los pueblos y ciudades. En esa Armenia que nos quieren arrebatar, que de a poco están queriendo disminuir.
Ninguna guerra es justa ni justificada. Pero además, ninguna guerra merece ser ignorada.
Nuestros soldados son tomados prisioneros, desaparecen, ya no se sabe de ellos. Nuestras mujeres del ejército, valientes combatientes, que son un ejemplo para el mundo, son capturadas, torturadas, violadas, sus cuerpos mancillados, destrozados, mutilados. Y los autores de tales aberraciones difunden en redes su salvaje accionar, con total impunidad, cual trofeo que en realidad es aberrante vergüenza y muestra cabal de lo que son.
¿Cuánto más espera “el mundo civilizado”, que prefiere ser cómplice y aliado del bárbaro asesino antes que resguardar con un poco de decoro a un pueblo que siempre bregó por la paz y la libertad, a este pueblo armenio que cuenta con cinco mil años de civilización?
Días pasados el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, amenazó a Grecia, diciendo que no olvidaran a Esmirna, lanzandola posibilidad de que podían llegar a sus tierras una noche en forma repentina. “El precio que pagarás será muy alto, muy alto”, bramó impunemente el mandatario.
Ahora el ministro turco del Parlamento, Mustafá Destici, utilizó la misma táctica con los armenios. En su amenaza a la República de Armenia dijo: “Te recuerdo una vez más que la nación turca tiene el poder de borrar Armenia de la historia y la geografía”, en alusión al Genocidio Armenio de 1915-23, demostrando que no han cambiado.
Literalmente, es la continuidad del antiguo y siempre vigente plan panturquista, que ejecutó la masacre de armenios, griegos, asirios, y demás minorías desde hace más de un siglo en esas tierras que hoy ocupa Turquía.
Y aunque mi tono no es amenazante ni mucho menos, con total humildad sólo quiero mencionarle a Europa que no olvide cómo fue que cayó Constantinopla, el antiguo faro de cultura y civilización de Asia Menor, bastión del Imperio Bizantino. Y que al sucumbir tétricamente ante la barbarie turco-otomana en el año 1453 abrió las puertas del infierno al mundo occidental. También en ese entonces los países civilizados, laEuropa misma, hicieron oídos sordos, miraron hacia otro lado, pues estaban convencidos de que los gritos desesperados de auxilio que la milenaria ciudad les enviaba eran meras exageraciones. Y aquella indiferencia de Europa provocó que la destrucción y la barbarie irrumpieran en aquel entonces a Occidente y paralizara sus fuerzas.
Hoy la historia se repite. El egoísmo y la actitud negligente de innumerables Estados impiden ver el verdadero peligro. Y vemos cómo en los encuentros internacionales sus dirigentes confraternizan, se abrazan, sonríen y ríen embelesados ante estos lobos vestidos de corderos.
Las campanas suenan por todos. Nadie debe olvidarlo. Antes de que sea tarde.
Graciela Kevorkian
grakevorkian@yahoo.com