Los niños que escriben en el cielo

15 de agosto de 2021

La foto es de 1978, fue nuestro primer viaje con el Club, no éramos scout, éramos “Aguiluchos”. Nuestro club, el Club Armenio, el de la calle Garay, el Club Antranik, el que siempre conservó el rojo, el azul y el anaranjado en la bandera, tenía un grupo de dirigentes, eran un puñado inconscientes soñadores, que, a nosotros los chicos, nos hicieron pasar una infancia muy feliz. Nos juntábamos todos los sábados a la siesta. A las dos y cuarto de la tarde formábamos y cantábamos el “Harrach Nahadag”, que es el himno de Homenetmen, mientras izábamos las banderas: la Argentina y la Armenia.

Homenetmen es la rama social y deportiva de la Unión General Armenia de Cultura Física, que es una entidad que surge a finales de los años veinte con el fin de contener a los niños y adolescentes sobrevivientes del Genocidio Armenio (perpetuado por el Estado Turco, en 1915 y 1923 y jamás reconocido).

Hacíamos distintas actividades: nos daban charlas sobre la historia de nuestro pueblo, había actividades culturales, salidas recreativas: imposible olvidarme de San Esteban, la casa de Kegham en Cabalango o el terreno que el club tenía en Saldan y por supuesto, actividades deportivas. La mayoría de las veces en el club y otras, nos subíamos a dos colectivos e íbamos a distintos lugares: un clásico era la cancha de Peñarol, en Arguello. Nos acompañaban un grupo de jóvenes dirigentes, todos vestidos de pantalón y buzo de gimnasia bordó.

Todo esto duraba hasta las seis y media de la tarde, con un break a las cinco, momento en que parábamos para merendar. Las mujeres de HOM, que es algo así como la Cruz Roja Armenia, nos preparaban mate cocido o te con canela, y a propósito de esto, jamás supimos el porqué de la canela. Comíamos criollos, medialunas o facturas. En ese rato, en ese momento estábamos todos juntos: mujeres y varones de todas las edades. Al final de la jornada formábamos, cantábamos nuevamente el “Harrach Nahadag”, arriábamos las banderas y lejos de irnos cada uno a su casa, nos quedábamos jugando al futbol en el club, hasta que algún padre nos cagaba a pedos a todos o nos cortaban la luz, aunque no teníamos problemas en seguir jugando al futbol a oscuras o nos cerraban el club de prepo.

Éramos un montonazo de pibes. El club siempre fue chico y hasta precario si se quiere, todavía no estaba la pileta, había un galpón muy pequeño, pero era nuestro club y pasábamos mucho tiempo ahí adentro.

Un día, nos avisaron que, como todos los años, se venían los Juegos Navasartian, que son las Olimpiadas deportivas de jóvenes armenios y la sede elegida era la de Valentín Alsina, en provincia de Buenos Aires y el lugar, el Colegio Jrimian. Nos avisaron que íbamos a viajar, era nuestro primer viaje. Éramos todos chicos y fue como llegar a la Luna: el más grande, el Negro Ale, tenía 12 años y mi primo Guille con siete, era el más chico.

Llegó la fecha soñada, nos subimos a los colectivos, que salían desde la puerta del club. En esa época los colectivos no tenían baño y la fila del fondo tenía cinco asientos. Los mayores iban atrás, los chicos adelante. Era una norma tacita y a medida que uno iba creciendo, ganaba lugares hacia el final del colectivo, hasta llegar a la última fila: ese momento era el equivalente a la graduación.

Y pasó que llegamos a Buenos Aires, era re grande Buenos Aires, y cruzamos un puente, el Puente Alsina y nos metimos en el Jrimian. Era un colegio bárbaro, la entrada estaba en la calle Choele Choel, tenía un patio gigante de mosaicos, y fuimos directo al salón a juntarnos con las otras delegaciones: dos de Buenos Aires, los uruguayos y nosotros. Almorzamos todos juntos, siempre lo hicimos todos juntos, nos recibieron con lehmeyun (empanadas armenias), miles de lehmeyún y en un acto casi reflejo nos hermanábamos con los uruguayos. Eran fabulosas las comidas, las mujeres, las madres, nuestras madres, se desvivían por atender a las delegaciones, y todo el folclore que rodeaban esas comidas eran lo más de lo más: cantos interminables, sobre mesas eternas, parejas que se armaron, intercambio de direcciones, posteriores correos postales, en esa época era sentarse a escribir, comprar sobres y caminar hasta Colon y General Paz, al correo central a mandar cartas.

Esa primera noche, subimos al primer piso, había un gran salón y dormimos todos los cordobeses varones juntos en unos catres que había para la ocasión, que, si no estaban bien abiertos, se cerraban de golpe y quedabas como el jamón adentro de un pebete. Al día siguiente bajamos al mismo salón y desayunamos: café con leche en unos vasos de aluminio que eran imposibles de agarrar por lo calientes que estaban y comimos millones de galletitas Lincoln… éramos muy felices.

Comenzó la actividad, jugamos un montón de partidos al futbol, algunos formales, otros miles, informales. En la foto están parados: Luisito Castelli, Daniel Keshishian, Alejandro Scrofani, Jorge Kasparian, Daniel Donigian. Abajo: Pablito Bereta, Avedis Abrahamian (el Negro Cucú para nosotros, que no era pelado, pasó que unos días antes se había llenado de piojos y lo habían rapado), Daniel Zakian, Alejandro Avakian y Guille Zakian.

El en debut, nos comimos siete, pero los porteños pusieron un equipo de pibes más grandes, pibes que ya estaban en el secundario. Al día siguiente, les pasamos el trapo.

Fueron tiempos de inocencia, de eterna alegría, fuimos muy felices.

Los que estamos en la foto, pasamos los cincuenta. Muchachos, ¡Feliz día para todos!

Jorge Kasparian

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