¿Nos conformaremos con el “Ya fue” y “Es lo que hay”?
Dos expresiones idiomáticas me han llamado la atención en los últimos tiempos. Es obvio que al estar lejos durante mucho tiempo, uno pierde el contacto diario. Y como todo va cambiando, también cambia el lenguaje popular. Las primeras veces que las escuché de boca de amigos y parientes me causaron asombro: “Ya fue” y “Es lo que hay”.
Pensando cómo eran las variantes de esas frases antaño, recordé la ya prehistórica pero no menos famosa “lo pasado, pisado”. Y en lugar de “es lo que hay”, ¿qué decíamos? me pregunté. En ese momento no logré encontrar una respuesta.
“Ya fue y es lo que hay” se podrá decir una vez más para resumir la situación en Armenia y en Artsaj a partir del 10 de noviembre pasado. Pero ¿es acertado “comprimir” todo lo sucedido en los últimos dos meses, en los últimos dos años y hasta en las últimas dos décadas en tan sólo dos frases y seguir adelante como si nada hubiera pasado?
Es evidente que hay que mirar hacia adelante. Que hay mucho –casi todo- por reconstruir de cara al futuro. Que tras el shock sufrido, es momento de salir de la depresión colectiva y aunar esfuerzos morales y materiales para salir de esta crisis. Muy cierto. Pero ¿no tendremos también que cuestionarnos fría y seriamente qué nos pasó y por qué? Aunque más no sea, por eso de aprender de los errores para no repetirlos…
No es de extrañar que cada cual en Armenia y en Artsaj presente su versión de los hechos como verdad absoluta. Tampoco lo es que los protagonistas se acusen mutuamente de negligencia e incluso dolo, en la comisión u omisión de deberes y obligaciones en el ámbito militar, político y diplomático. Todo es muy reciente y es lógico que a falta de una investigación minuciosa, aún no dispongamos de la información necesaria para discernir claramente la penosa serie de acontecimientos que han marcado una vez más, trágicamente, nuestra historia.
A partir de 1991 Armenia pasó a formar parte de la llamada comunidad internacional como estado libre e independiente. Desde el primer día se enfrentó a múltiples desafíos, el más importante de los cuales era la cuestión de Artsaj. Pero también y al mismo tiempo, la consolidación de la democracia, el fortalecimiento de la economía, el bienestar social, la creación de una diplomacia activa y la formación de un ejército capaz de asegurar la defensa de la incipiente república. Todo ello, contando con el apoyo de una diáspora dispuesta a colaborar con lo suyo.
Menuda tarea la que teníamos por delante: construir las bases para asegurar el futuro de la patria. En treinta años, de los grupos de voluntarios se pasó a un ejército profesional, Armenia abrió embajadas en el exterior, su economía se desarrolló a pesar de la corrupción y de las desigualdades sociales. Yereván se convirtió en una ciudad europea y el turismo se transformó en una importante fuente de ingresos. El museo al aire libre llamado Armenia recibió visitantes del mundo entero.
Después de la heroica lucha de liberación de Artsaj en 1994, ese territorio de la Armenia histórica volvió a unirse de facto con la madre patria. De los 30 mil kilómetros cuadrados pasamos a los 42 mil, después de siglos de pérdidas territoriales… La diáspora colaboró con inversiones, el Fondo Armenia y muchas instituciones contribuyeron en la creación y renovación de caminos, en la construcción de viviendas, centros sanitarios, escuelas, redes de agua potable, de gas natural, centrales hidroeléctricas y mucho más.
En 2018 festejamos el centenario de la primera República independiente. Todo parecía marchar sobre ruedas. Artsaj florecía y era el orgullo de los armenios de todo el mundo. Stepanakert y Shushí eran ciudades símbolos del renacer nacional y cultural. Con altibajos, la consolidación democrática seguía su curso y la llamada “revolución de terciopelo” de ese mismo año trajo un aire de renovación y de nuevas esperanzas…
Pero ¿Estábamos en buen camino o era un mero espejismo? ¿No era todo demasiado bueno como para ser real?
De pronto, un día de septiembre de 2020 todo comienza a derrumbarse ante nuestros ojos. Cuarenta y cuatro días fueron suficientes para destruir y perder todo lo construido durante casi treinta años. ¿Fatalidad? ¿Repetición de la histórica tragedia armenia?
Lo primero que debemos constatar es que nos dejamos estar en un paréntesis de paz, sin prepararnos para lo que vendría. En otras palabras, nos dormimos en los laureles de la victoria de 1994 y no tomamos conciencia de la realidad ni los recaudos necesarios en lo militar y en lo diplomático. Creímos que el “camuflaje” era suficiente y que perduraría para siempre…
No era un secreto para las más altas autoridades políticas y militares de Artsaj y de Armenia que Azerbaiyán estuviera armándose hasta los dientes en las últimas tres décadas y que en 2020 adquirió de Turquía el más sofisticado armamento de quinta generación. Sabido era también, que a pesar de haber perdido la guerra, Azerbaiyán nunca aceptó ceder ni un sólo ápice en la mesa de negociaciones del grupo de Minsk y que bregaba sin cesar por la recuperación de esos territorios.
La pregunta pues está dirigida a todos y cada uno de los gobiernos que tuvo Armenia desde entonces hasta hoy: ¿Cómo fue que llegamos al punto de quedar en una desigualdad de condiciones tal, que la superioridad militar de Bakú fuera determinante en el curso de esta guerra? Y por favor, que no nos vengan con el cuento de que ellos tienen petróleo y nosotros no… Que Turquía los haya apoyado en todo y hasta con mercenarios terroristas, no quita que esa desigualdad existiera desde hace ya mucho tiempo…
Las palabras del Primer Ministro Pashinyan el 28 de septiembre en el Parlamento de Armenia, a un día de iniciada la agresión contra Artsaj, fueron más que proféticas. “Convengamos en que sea cual sea el resultado final de esta guerra, no nos consideraremos derrotados de ninguna manera” afirmó. Lo que traducido significa que desde el primer día la dirigencia política y militar de Armenia sabía que no existía posibilidad alguna de victoria. La pregunta de rigor es ¿por qué sacrificaron entonces a miles de jóvenes armenios durante mes y medio de combates? ¿O acaso creímos que sólo con el heroísmo de nuestros soldados era suficiente para acabar con los drones turcos e israelíes?
En el ámbito de la política interna, el panorama es tanto o más desolador. La firma inconsulta del acuerdo tripartito por parte del gobierno de Pashinyan es un hecho indiscutible. “No teníamos otra opción” fue la explicación que se dio públicamente. Está claro que habiendo llegado el curso de los acontecimientos donde había llegado el 9 de noviembre, ya no quedaba otra opción. Pero ¿pueden justificarse de esa manera los errores de cálculo cometidos -antes y durante el conflicto- en lo militar y en lo político-diplomático?
Y qué decir de la figura del presidente de la República, quien reconoció haberse enterado por la prensa acerca del acuerdo firmado… Después de semejante agravio a la institución de la presidencia, ¿cómo es posible que un político y diplomático de experiencia como Armen Sarkisian acepte seguir al frente de sus funciones -y hasta salga de gira al exterior- como si nada hubiese ocurrido?
Dos ministros claves presentaron sus renuncias al finalizar la guerra. El de Exteriores y el de Defensa. ¿Y el que según la Constitución fuera el comandante en jefe de las fuerzas armenias durante el estado de guerra? El Primer Ministro Pashinyan y su círculo íntimo ¿no deberían también dimitir debido a las enormes responsabilidades políticas y militares que les corresponde asumir? Y aquí nuevamente, que no nos vengan con el cuento de la acefalía en la que se sumiría el poder ejecutivo. En las democracias parlamentarias no existen callejones sin salida. El Parlamento es el responsable de hacerse cargo de la situación mediante la formación de un gobierno de transición y la posterior convocatoria a elecciones extraordinarias.
Lo más difícil de interpretar en esta compleja situación es el comportamiento de la población ante la humillación y el duro golpe recibidos. Todo indica que la gente está totalmente decepcionada frente a una dirigencia política que no estuvo ni está a la altura de las circunstancias. De hecho, la oposición -sumatoria de 17 partidos con escasa credibilidad- no tiene la capacidad de convocar masivamente a una sociedad que sufre en estos momentos una terrible crisis socioeconómica, los estragos de la pandemia y el temor a una represión policial que ya se deja ver…
Y lo más grave: al día de hoy, tres semanas después del cese de las hostilidades, no se ha anunciado oficialmente el número exacto de víctimas, de heridos, de desaparecidos y de prisioneros de guerra. ¿Será por temor a la reacción de esa misma sociedad? Miles de familias esperan conocer la suerte de sus hijos, hermanos, esposos. Y qué decir del proceso de intercambio de cadáveres, mutilaciones y demás vejaciones… Los derechos humanos y las convenciones internacionales, una vez más, papel mojado. Pero ¿quién sino las autoridades gubernamentales deberían hacerse cargo?
Un último interrogante que muchos tenemos en la diáspora: ¿Se nos dirá en algún momento adónde han ido a parar los 169 millones de dólares donados al Fondo Armenia? No es por dudar de la honestidad de nadie, pero las declaraciones del vice primer ministro en el Parlamento nos han dejado un tanto perplejos: según el alto funcionario, una parte de esa suma fue destinada “a los presupuestos del gobierno…” Así de específico.
Los desplazados y refugiados de Artsaj hoy vuelven de a poco y como pueden a sus hogares destruidos, miles han quedado sin techo. Numerosas familias desterradas de Hadrut, de Shushí, de Karvadjar, de Bertzor y de un centenar de pueblos tendrán que alojarse en Stepanakert o en Armenia. Qué mejor que adjudicar esa ayuda del Fondo a las necesidades de la población civil de Artsaj.
Ya fue. Es lo que hay, dirán nuevamente algunos.
Ya no me preocupa cómo se decía antes. Del asombro por esas frases ahora he pasado a aborrecerlas…
Ricardo Yerganian
Exdirector del Diario Armenia