Respetar la verdad
Durante la Segunda Guerra Mundial, mi padre junto a miles de connacionales armenios residentes en Turquía, luego de aplicar el gobierno turco a éstos un impuesto a la riqueza, imposible de cumplimentar, como castigo fueron enviados fortuitamente a lejanas localidades del interior con el pretexto de construir caminos, encubriendo con un nuevo y falaz justificativo alejarlos de sus hogares con el fin de eliminarlos, plan que fracasó gracias a la caída del ejército alemán en Rusia, dejando en claro las intenciones del encubierto aliado nazi, volviendo gracias a este hecho a sus lugares de origen aquellos que sobrevivieron a las paupérrimas condiciones a las que fueran sometidos del viaje sin retorno al que fueran destinados.
Bajo la atenta mirada de los Países Aliados, Turquía tuvo en los años posteriores una fingida actitud benévola con las minorías, ello permitió que armenios, griegos y judíos recuperaran su status económico, gracias a su reconocida vocación emprendedora, mi padre no fue la excepción, logrando una cómoda situación financiera que le permitiría llevar una vida de nivel envidiable en la siempre seductora Estambul. Sin embargo, en las frías noches no olvidadas de lugares inhóspitos, bajo la mirada impiadosa de sus probables verdugos, elevaba sus oraciones rogando a Dios lograr salir con vida de semejante pesadilla, repetía una y otra vez la decisión de alejarse para siempre de esas tierras de discriminación y odio, aún así alguna vez asomaran la paz y el bienestar.
Así fue que en marzo de 1952, dando cumplimiento a su promesa, abandonando todo el tejido de bienes, parientes y amigos, emprendimos mis padres y yo el viaje sin retorno a la nueva patria: Argentina. Sin parientes que nos esperaran, sin noción del idioma, sin coincidencia alguna en las costumbres y tradiciones, sin un destino claro en lo laboral, el listado de contratiempos y dificultades fue incesantemente engrosándose. A mis ocho años de edad ingresé a la escuela primaria, pública naturalmente, mientras mi padre era engañado una y otra vez, sin remedio en el terreno comercial, en la desesperanza, a los trece comencé a trabajar con él. Tras años de lucha logramos con mucho esfuerzo cambiar el rumbo de la historia.
A la hora de preguntar a Yirair Kalciyan si los sacrificios realizados y las penurias vividas valieron la pena, no dudaba en responder –La libertad no tiene precio, todo esfuerzo es poco para conseguirla ¿Quién sino los armenios podemos valorar más el sentido de la palabra libertad?- Tal vez sea por ello que reitero una y otra vez, a pesar de algunas voces en desacuerdo al respecto, el valor de la libertad de pensamiento, la libre expresión y el disenso dentro del marco de la ley y el respeto, la libertad de trabajar y progresar buscando siempre a través de la decisión y el esfuerzo mejores horizontes, no dejarse engañar por falsos profetas, asumiendo que no existen fórmulas mágicas para combatir la pobreza, se han hecho todos los ensayos, la educación, el trabajo, la organización personal y grupal, son los únicos caminos hacia el progreso y el bienestar de las personas.
(*) En la foto pasaporte de Yirair Kalciyan al ingresar a la República Argentina.